En el constante reordenamiento de las ciudades, las relaciones sociales tan desiguales cumplen un papel central. Son estas las que determinan cómo se transforman las naturalezas. Es decir, quién explota los ríos, el carbón y el aire, bajo qué regímenes y con qué resultados. A veces las transformaciones de la naturaleza son engañosas. Un caso que nos enseña mucho es el de Jakarta. Esta capital costera tiene un poco más de diez millones de habitantes y se está hundiendo. La ciudad cuenta con dos empresas de agua privadas que distribuyen agua de embalses. Sin embargo, más del 60 % de los habitantes de la ciudad no dependen de esta agua, sino del agua subterránea.
La mayoría de los habitantes extraen informalmente agua de los pozos del acuífero menos profundo (que usualmente está contaminada). Esta mayoría está conformada por las personas que construyen la ciudad con su trabajo y viven en los barrios con los ingresos más bajos. Los sucesivos gobernantes han tratado de prohibir y castigar este consumo, pues afirman que está relacionado con el hundimiento de Jakarta. Pero distintos estudios demuestran que, de muchas formas, son otros los pozos que hacen más daño: los usados por exclusivos edificios altísimos, empresas, industrias y centros comerciales que extraen agua limpia del acuífero más profundo. El bombeo de aguas subterráneas contribuye al hundimiento de la tierra, la intrusión de agua salada, la salinización de las aguas subterráneas poco profundas y las inundaciones en las áreas costeras en donde se asientan los barrios más pobres. Estos últimos son los que dependen del acuífero poco profundo, contaminado con metales pesados, nitratos y E. coli.
Muchos de los habitantes más ricos podrían tener acceso al agua del acueducto, pero prefieren optar por pozos privados. Esta decisión no solo hunde la ciudad, sino que sabotea la posibilidad de un subsidio cruzado (cobrar tarifas por encima del costo a estos usuarios para extender el servicio a las zonas de menores ingresos). En la medida en que se hunde Jakarta, urbanizaciones suntuosas, comercios y demás pueden reubicarse en zonas más altas, mientras los que tienen menores márgenes de maniobra les ponen el pecho a las inundaciones.
Podría pensarse que en el Caribe colombiano asistimos a una situación muy similar en lo que concierne a la energía eléctrica. A lo largo de las últimas décadas las empresas y los alcaldes han hecho cientos de operativos en barrios populares y se ha denunciado hasta el cansancio la llamada cultura del no pago entre las comunidades de menores ingresos. Se ha explicado cómo esta es la causa del fracaso de cualquier empresa distribuidora de energía en la región. Pero como en Jakarta, en ciudades como Barranquilla o Cartagena, estamos ante un fenómeno más complejo.
No son las conexiones masivas de los barrios populares las que hunden las empresas. Esta semana, por ejemplo, el Centro Empresarial MIC, en Barranquilla, fue descubierto robando energía eléctrica a tutiplén. Este centro, que reúne varias compañías e industrias con “capital autorizado de mil millones de pesos”, llevaba quizá décadas usando energía gratuitamente. “Se detectó una red eléctrica alterna para tomar la energía en forma directa”, explicó la empresa de energía en un comunicado.
Como las empresas, urbanizaciones de caché construidas en los alrededores de Puerto Colombia, Cartagena y Santa Marta también han sido sorprendidas usufructuando conexiones escondidas. Muchas no roban, pero dependen de generadores eléctricos privados, que queman combustibles fósiles, contribuyen al cambio climático y alimentan eventos climáticos severos, como inundaciones, que afectan a los sectores más pobres. Esta decisión, de no depender de la energía distribuida por las empresas, no solo contamina las ciudades, sino que sabotea la posibilidad de un subsidio cruzado con el que se podría garantizar el servicio a las personas que no tienen cómo pagarlo.