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Soy profesora y estudio, casi siempre, la infraestructura de agua en barrios populares de ciudad. Por eso, casi siempre, me encuentro con pedazos de tubo o de canaleta, mitades de botellas plásticas litro y medio, motobombas viejas, cables reciclados, vasijas y baldes que cosechan lluvia, platones y pedazos de tela amarrados como filtros a barriles. Quizá porque paso tiempo entre ensamblajes de plástico y de aluminio, que se reinventan cotidianamente para hacer fluir el agua en hogares, aprecio los ensamblajes de metal de Feliza Bursztyn. Si bien sus esculturas no conducen agua, sí transportan mensajes y hacen fluir ideas y ensoñaciones.
Conozco muy poco sobre historia del arte colombiano y fue hace sólo algunos meses cuando comencé a buscar las piezas de Bursztyn. Primero vi el Homenaje a Gandhi con su pierna como una metralleta. Luego vi fotos de la serie Histéricas, con piezas cundidas de espirales como mujeres crespas (o churcas, como diríamos en Santander). Me gusta la Estrella de Mar con decenas de dientes de peineta en hierro y aluminio. Me gusta todavía más la Flor con pétalos gorditos y estirados, de hierro y acero soldado. La página del Museo La Tertulia nos cuenta que la escultora “recuperó un conjunto de parachoques de un depósito de chatarra, un residuo del mundo mecánico y de la cadena de consumo, para ensamblarlo en una forma orgánica que evoca la vida y la naturaleza”.
Aprendo de esta bogotana y de su obra a través de cuatro tesis publicadas en línea y de algunos artículos de 070 y catálogos. Por esto, me hacía ilusión leer en una sentada Los nombres de Feliza, del escritor Juan Gabriel Vásquez. Y (aunque conozco muy poco sobre historia del arte colombiano) se me ocurre que el libro pudo haberse llamado Los hombres de Feliza.
Feliza adolescente conoce a un gringo promedio y nos cuentan que es inseguro y que, más que una esposa, requería de ayuda doméstica. Feliza más adulta y abrumada con tres hijas conoce a otro hombre sensual, santandereano, a quien le gusta hablar y escribir poemas e ir a restaurantes en París y hacer revistas muy interesantes con los amigos. Feliza después tiene otro esposo que es economista y vemos unos días a través de sus ojos. También en la novela hay ventanas a la bohemia de la Bogotá de los sesenta y setenta, al quehacer de Marta Traba, el pensamiento y estilo de profesores y artistas radicados en París que inspiraron a Bursztyn y sobre la casa que la escultora y sus amigos transformaron en taller.
Pero oímos poco sobre los materiales, planes e historias detrás del trabajo cotidiano de la propia protagonista. Nos dicen que trabajó con chatarras, pero ¿de qué chatarra estamos hablando? Algo va de la chatarra de París (de su maestro) a las de Bogotá. ¿Cómo conseguía los materiales? ¿Cuáles eran sus relaciones con personas que recolectan chatarra? ¿No es acaso el reciclaje urbano un oficio en que mujeres, pioneras como Feliza, han creado métodos y huella? ¿Cómo aprendió a soldar? ¿Tuvo amigos soldadores? ¿Cuánto pesan los instrumentos de soldadura? ¿A qué temperaturas se funden distintos metales y cómo han cambiado los ensamblajes con el tiempo? ¿Hacía dibujos antes de soldar? ¿Era posible tocar las esculturas una vez expuestas?
Más que conocer las memorias del señor esposo hubiera querido saber dónde están las esculturas de Feliza, cómo las limpian y quién las puede ver a diario. En el recuento minucioso de sus últimos días que da vueltas sobre el veredicto famoso de García Márquez (que la artista murió de tristeza en medio del exilio), Vásquez menciona, por ejemplo, que en las mañanas frías previas a su muerte, Bursztyn pintó unas aguadas con café. No nos cuenta, sin embargo, qué fue lo que pintó.
