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En zonas intermareales costeras hay alrededor de 80 especies distintas de árboles de mangle. Todas crecen en latitudes tropicales y subtropicales cerca de la línea del ecuador en suelos bajos en oxígeno, donde aguas que se mueven lentamente permiten que se acumulen sedimentos. Las raíces de los manglares son altas y se entrelazan entre ellas.
Desde hace un tiempo son muchas las iniciativas que buscan proteger estos bosques que estabilizan la costa, pues disminuyen la erosión de las tormentas, las corrientes, las olas y las mareas. Entidades estatales nos explican que el enredado sistema de raíces de los manglares los hace atractivos para peces y otros organismos como la piangua (o chipi chipi) y los cangrejos que buscan alimento y refugio de los depredadores. Se nos informa también que Colombia, con aproximadamente 290.000 hectáreas, según el Ministerio de Ambiente, tiene una diversidad de tipos de bosque de manglar única en el mundo, ya que, “al tener dos costas, puede darse el lujo de contar simultáneamente con bosques de este tipo en áreas extremadamente lluviosas como la mayoría de la región del Pacífico, así como en ecosistemas tan áridos como el desierto de La Guajira”.
La mayoría de estos bosques están en Urabá, Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Y gracias a ellos se protegieron algunos sectores de la destrucción desatada por Iota en Providencia. Esto, porque sus raíces son capaces de frenar la erosión, detener las marejadas y proteger de huracanes. Pese a su importancia en tiempos de cambio climático y pérdida de biodiversidad, los manglares están disminuyendo. De acuerdo con estudios de las universidades Nacional y del Valle, en la región Pacífica están desapareciendo cada año, en promedio, más de 1.000 hectáreas de bosque de manglar (algo así como la extensión de 1.428 campos de fútbol).
Tal vez la precariedad de estos ecosistemas se deba a que son difíciles de comprender o de clasificar. Son a la vez agua, pues las mareas suben y bajan de sus raíces al menos dos veces al día, y raíz vegetal, que al estar trenzada ralentiza el movimiento de las mareas. Y son barro, pues de estas mareas quedan sedimentos que se asientan fuera del agua y forman un fondo cenagoso. En este fondo, que es barro, en donde vive el chipi chipi, no puede discernirse la tierra del agua.
Para entenderlos mejor vale quizás aprender de la teorías queer o trans. Estas nos enseñan a matizar la transgresión de límites y nos ayudan a entender la transformación. “Los cuerpos de agua no se pueden contener. Se desbordan en las inundaciones o se filtran y se secan: el límite es siempre una cuestión de contingencia”, nos explica, por ejemplo, el profesor Cleo Wölfle Hazard. “El cuerpo de una cuenca”, nos revela haciendo referencia a un territorio cuyas aguas fluyen todas hacia un mismo río, lago o mar, es siempre “una especie de cuerpo en transición”. Este tipo de teoría invita a pensar los cuerpos (de agua) como lugares de y en movimiento.
Nos incitan además a visitar con curiosidad el movimiento y la transformación. Nos recuerdan que los mundos naturales, los de aguas, bosque, selva, tierra y aire son y siempre han sido el hogar de la transición. Que se mueven y cambian incesantemente. Nos ayudará aprender de estas teorías y experiencias en estos momentos de cambio climático. Momentos en los que necesitamos entender las naturalezas siempre en transición, no simplemente como algo momentáneo o un peaje en el camino hacia la estabilidad, sino como una forma de ser en sí mismas.
