Transcurría 2018 cuando el relleno sanitario Magic Garden, en San Andrés, se incendió. Por aquellos días Coralina, que es la corporación autónoma regional del archipiélago, criticó las condiciones operativas del relleno documentando los problemas del sistema de cobertura y la gestión de lixiviados. Es decir, la mala gestión de los efluentes contaminantes que nacían en el vertedero y que, debido al mal manejo, estaban llegando al subsuelo, filtrándose en las aguas subterráneas. Esto es especialmente grave en el caso de esta ciudad en que el 82 % del agua que se utiliza proviene de pozos subterráneos. Para entonces, la Gobernación enfrentaba un proceso sancionatorio por el incumplimiento del plan de manejo ambiental del cierre del relleno. Esta semana, seis años después del incendio, la Procuraduría Ambiental regional sigue discutiendo acciones estratégicas sobre el manejo del relleno sanitario.
Magic Garden (jardín mágico), el nombre del relleno en llamas, es una metáfora para pensar esta ciudad del Caribe. Con casi un millón de visitantes anuales, San Andrés es un centro turístico de alta densidad que, con un modelo de “alto volumen y bajo valor”, ha fomentado la proliferación de complejos turísticos con todo incluido. El mentado jardín antes rico en arrecifes de coral, manglares y praderas de pastos marinos, está ahora sujeto a la sobreexplotación y la contaminación. En un contexto de cambio climático, sufren particularmente los arrecifes de coral, aumenta el nivel del mar, y se registra mayor intrusión de agua salina y cierta impredecibilidad de las lluvias y las sequías.
Quizá por ello este lugar es el adecuado para pensar cómo el futuro ambiental está trenzado con el extractivismo y sus legados de desigualdad. La ciudad, que tiene más de 80.000 residentes, es el hogar de la población afrocaribeña raizal, que ha vivido un despojo de sus modos de vida y de sentido. Durante el siglo XVII, los británicos colonizaron la isla y establecieron plantaciones donde introdujeron africanos esclavizados para cultivar algodón y tabaco. Entre los primeros habitantes también se encontraban los raizales, descendientes de africanos esclavizados. Los profesores Wilhelm Londoño y Pablo Alonso González narran cómo estas poblaciones fueron “abandonadas” en el territorio cuando los terratenientes ingleses dejaron las plantaciones que se habían vuelto económicamente inviables. Nos cuentan también cómo, durante siglos de aislamiento y rebusque, los raizales desarrollaron una vida soberana, basada en una economía de subsistencia que dependía principalmente de la pesca y del comercio ocasional. Esto cambió con la dominación Española y posteriormente con la llegada de la República de Colombia.
Desde entonces se privilegiaron nuevamente actividades extractivas pensadas para beneficiar a unos pocos. En 1955, la administración de Gustavo Rojas Pinilla declaró a San Andrés como puerto libre de impuestos, lo que atrajo rápidamente colombianos del continente e inversiones hoteleras. Este cambio marcó el inicio del auge del turismo masivo, transformando la economía y especialmente el uso del suelo. Aunque el turismo genera ingresos a corto plazo, tenerlo como única fuente es mala idea. La profesora Carolina Velásquez nos ha contado cómo el turismo en San Andrés es una actividad extractiva: los turistas consumen cantidades desproporcionadas de agua, hasta diez veces más que los residentes, exacerbando la escasez en una isla donde solo el 50,8 % de los hogares cuenta con acceso a fuentes de agua potable. Y nos ha explicado también que la dependencia en la desalinización para cubrir la demanda de agua tiene impactos ambientales.
San Andrés nos muestra de manera clara cómo economías heredadas de la colonia, de monocultivo o extractivas en general, perpetúan ciclos de degradación ambiental. Nos muestra cómo ni allí, ni acá, en la Colombia continental, la agenda ambiental puede desligarse de la agenda redistributiva. Pues no hay degradación ambiental sin injusticia, ni futuros con mejores aguas y aires, en sociedades desiguales.