“El territorio nos da el recurso”, explica Jiana Rita Velázquez. “¿Cuál es el recurso? Los animales”. Velázquez hace parte del pueblo Wayúu, el grupo indígena más numeroso de Colombia, cuyo territorio se extiende a lo largo de la península de La Guajira y el estado de Zulia, en Venezuela. “Ahí enterramos a nuestros ancestros”, dice, “nos identifica como indígenas... El que no tiene territorio no es nadie. No tiene vida. No tiene sentido que ande por ahí”.
Estas declaraciones son a propósito del frenesí que ocasiona la producción de hidrógeno verde, mediante las energías limpias de parques eólicos con el fin de avanzar en la adaptación al cambio climático mediante la transición energética. Parques que se extienden, metro a metro, en tierra wayúu. Además de gas, carbón y petróleo, La Guajira se consolida como un lugar de explotación de energías verdes, argumenta Joanna Barney, del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). Cuenta además que el negocio, entre algunas agencias del Estado e inversión privada, se viste de transición pero tiene más de extractivismo. Y con más de 2.000 molinos de viento o “aerogeneradores” nuevos que se instalarán en la misma zona, crece la angustia por un futuro ecológico que se planea como si la geografía estuviera vacía de gente y conocimientos. En el momento no se tiene clara una política que permita hacer consultas sobre los mentados parques de manera justa, denuncia uno de los líderes departamentales que viajaron hasta Bogotá para protestar con ocasión de la reciente cumbre climática. La falta de mínimos, “un traductor, unos asesores”, hace que las negociaciones no se hagan mediante un diálogo genuino.
A la luz de la historia colombiana, las ideas de algún tipo de naturaleza prístina y paradisíaca son siempre problemáticas. Son engañosas las iniciativas que defienden sin matices una naturaleza (sin gente) que necesita ser salvada (o “reparada”). Por este camino, en que se requiere cuidar (o fabricar) jardines del edén, de “magia salvaje”, ya sea para cuidar el planeta o que vayan a relajarse algunos turistas con modo, se llega casi siempre a la violencia. Esto, porque es evidente que no existe la tal naturaleza original y armoniosa. Más bien, tenemos una multitud de naturalezas y cotidianidades donde viven y trabajan una cantidad de poblaciones. Las ideas sobre sitios inmaculados han reflejado con frecuencia los puntos de vista de grupos particulares o han representado a algunos otros grupos como obstáculos a la ecología o estorbos para un supuesto equilibrio ecológico.
Algo similar sucede con los imaginarios de una Guajira desocupada y lista para acoger los sueños de la energía eólica. El peligro en una Colombia de tanta desigualdad es que, como con cualquier cosa, la adaptación al cambio climático se lleve a cabo en una forma que profundice las brechas e injusticias. El caso de los miles de aerogeneradores en La Guajira no es el único, pero quizás es uno de los primeros procesos que revelaron cómo bajo banderas de adaptación y transición pueden empeorarlo todo. La tierra cundida de molinos y la comunidad malviviendo en la periferia de alguna ciudad.
En 2004, los pobladores de Bahía Portete salieron de su territorio aterrorizados cuando paramilitares del frente Contrainsurgencia Wayúu llegaron, asesinaron a cuatro mujeres y un hombre, torturaron a varios pobladores, profanaron el cementerio y destruyeron sus viviendas. Y como nos explican los profesores Weildler Guerra y Pilar Riaño: cerca de Portete, en dirección noreste, se encuentran los molinos del Parque Eólico Jepírachi, que, “como testigo de las historias convergentes y contenciosas de guerra y desarrollo, entró en operación el 19 de abril del 2004, un día después de la masacre de Bahía Portete. Los fuertes vientos alisios de Jepírachi son fuente y motor para la producción de energía eólica mediante 15 molinos gigantescos”.