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Animado por una rabia justa, Gustavo Petro salió al balcón y expuso su indignación.
Con un discurso en la plaza de Bolívar, trazó un paralelo entre la trayectoria de Gaitán y la suya: “leí la historia de Gaitán que fue alcalde de Bogotá, que destituyeron y luego asesinaron, traté de entender lo que había detrás de eso”. Acusó a la oligarquía, un enemigo unificado y en cabeza del procurador, de trampear. “La oligarquía colombiana”, afirmó, es una “sectaria, atrasada, feudal, dogmática pero asesina” que no habla “el lenguaje de la paz” y acude al “engaño” y al “juego sucio” para “manipular la historia de Colombia”.
La sanción contra el alcalde electo fue injusta y, como afirma Juanita León, el procurador Ordóñez “abarca y aprieta” paralizando, peligrosamente, a los distintos funcionarios del Estado. Sin embargo, estos no son motivos para realizar diagnósticos fáciles, que pueden desatar emociones, pero son problemáticos.
Alejandro Ordóñez no es la oligarquía ni la dirige o lidera. No porque en Colombia no haya, en estos momentos, un poder Ejecutivo compuesto principalmente por un “reducido grupo de personas que pertenecen a una misma clase social” (como reza la definición de “oligarquía” de la RAE), sino porque el procurador no pertenece a esta suerte de notablato, a estos grupos de familias de tradición que escriben libros y se suceden en cargos importantes.
Bumangués, hijo de un “experto galletero” dueño de la fábrica de colaciones “La Aurora”, Ordóñez trabajó en política desde muy joven. Hizo todos sus estudios en la Universidad Santo Tomás de Bucaramanga, participó en las juventudes conservadoras de Álvaro Gómez, y pasó por el Concejo (cuna de la política profesional). Ya curtido en adhesiones, almuerzos y negociaciones entre Bogotá y el bipartidismo santandereano, decidió combinar el ejercicio político con la carrera judicial. Se presentó a concurso para ingresar a la Jurisdicción Contenciosa y fue magistrado del Tribunal Administrativo de Santander durante ocho años, antes de ser nombrado consejero de Estado y, a la postre, procurador general.
Si de analogías se trata, en lugar de equiparar al procurador general con el notablato de la capital con que tranzó y peleó Gaitán (con Santos, Gómez o López), es quizá más interesante compararlo con el expresidente Turbay Ayala. Un paralelo entre ambos arroja tres similitudes que pueden darnos ciertas luces sobre la coyuntura, la política y el país de regiones que es Colombia.
La primera tiene que ver con que ambos consiguieron movilidad social ascendente a través de la política. En el caso de Turbay a partir de una maquinaria regional liberal sin equivalentes, y en el de Ordóñez a través de una amalgama entre poder burocrático, capacidad de castigo y alianzas con congresistas y juristas. La segunda está relacionada con un cierto rechazo (o sospecha) por parte de la prensa “nacional” hacia ambos. Puede recordarse cómo la gran prensa bogotana estuvo siempre con Lleras Restrepo, contendor de Turbay. Así como, pese a María Isabel Rueda, el mandato de Ordóñez ha sido cubierto con justificada prevención. Cabe recordar por ejemplo la forma en que se describió la boda de su hija, Natalia, decorada con insinuaciones de corrupción y cierta sorna por la sobreactuación religiosa. Finalmente, ambas trayectorias —la de Turbay el cacique y Ordóñez el emperador—, tienen en común que no son oligárquicas (por el contrario son de movilidad) y a la vez son expresiones reaccionarias y contrarias a cualquier espíritu reformista.
Entretanto, una de las muchas diferencias entre ambos estriba en que Ordóñez no ha sido presidente de Colombia. Todavía.
