Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Tras décadas de hegemonía conservadora, muchos no asimilaban la posibilidad de un futuro diferente. Desesperados, algunos profirieron un ultimátum ante la inminente elección del liberal Olaya Herrera en 1930. “Llevaremos al combate a todos los hombres; cuando perezcan los hombres, llevaremos a las mujeres”, amenazó, desencajado, el poeta Guillermo Valencia. “¡Ay de este país si mañana la vida del doctor Laureano Gómez fuera segada por la pasión política! En verdad os digo, honorables representantes, que si tal cosa llegare a suceder, ¡ríos de sangre liberal correrían por todos los caminos de la república!” declamó ante el Congreso algún conservador promedio, soñando con supuestos magnicidios sin ningún asidero en la realidad de 1930.
“En Colombia ya no hay presidente, hay un dictador que busca la Guerra Civil al tiempo que concreta el autogolpe de Estado”, escribió por estos días Diego A. Santos. “Para él (Petro) no hay Constitución que valga y llama a los ignorantes a que ataquen los centros de poder” complementó Santos, que no es ni poeta ni conservador sino consultor con micrófonos abiertos y familiares cercanos en los lugares que construyen la cotidianidad nacional. “Con más de 16 años de experiencia en el mundo digital y de medios, soy cofundador y director de noticias de 242 Media, una empresa que se especializa en la creación de formatos de noticias y ficción para marcas y medios de comunicación” dice su perfil de internet.
Santos es una persona que asesora (¿con ficción?) a medios y personas. Si le comparamos con el personal de la primera mitad del siglo veinte, quizá lo más cercano sería un editorialista. O un cura. En julio de 1936 Laureano Gómez, entonces editorialista de El Siglo escribió una carta a un cura de nombre “Jordán”, con el fin de que esta se multiplicara de capilla en capilla. “El momento que se atraviesa en Colombia es el más peligroso” advirtió, espantado por la posibilidad de la Revolución en Marcha. Gómez, como Santos, temía por un poder popular que, “atizado”, devoraría todo y no podría “ser contenido”. Pero nada de lo que imaginó era real. Estaba desinformando mediante la palabra escrita, que se reproducía con exageraciones en los sermones de la misa. La solución, según Gómez, precisaba “la anulación del poder público y de la fuerza armada para garantizar los derechos de los ciudadanos y la conservación del orden”.
En la vía de la radicalización, que abarcó los treinta y los cuarenta, antes de derrapar en el periodo conocido como La Violencia, Gómez y otros usaron también acusaciones de corrupción, con el fin de sabotear cualquier opción conciliadora y de coalición con el liberalismo reformista de entonces. Frente a la participación de la facción conservadora liderada por el senador antioqueño Román Gómez en el gobierno de Olaya Herrera, Gómez arremetió: “Y tu Crispín, mal hombre, el del tinglado de la farsa, violador de la constitución y de las leyes… aprovechador de las influencias oficiales, en favor de tus personales ambiciones y de las de tus parientes, allegados y servidores… negociador mendicante de viles granjerías”.
Es decir, a la vez que incitaba a curas de provincia a recurrir a la violencia física contra los liberales, Gómez hacía grandes pataletas frente a la supuesta corrupción que mancillaba la ley. Su oratoria que nos puede parecer graciosa, fue calando poco a poco. Años después un hijo de Gómez amenazaría públicamente de muerte a López Pumarejo, en la víspera de un conflicto que dejó miles de muertos.
Entre la desinformación y los bailes de acusaciones de corrupción (que son sobre todo venganzas mezquinas y llamados a la radicalización), nos movemos hoy lejos de las cosas importantes: reforma agraria, acceso a una educación pública gratuita y de calidad, un derecho a la salud que sea para todos y todas, redistribuciones que disminuyan la desigualdad, abran la puerta a la vida digna y permitan una transición energética justa.
