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Relatos salvajes

Tatiana Acevedo Guerrero

21 de enero de 2015 - 05:58 p. m.

De los seis a los 14 participé en un Miss Tanguita. Dos Miss Tanguita. Tres Miss Tanguita. Uno en Barranca, otro en Bucaramanga, otro en Floridablanca. Se llamaba distinto, pero era el mismo concepto.

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Traje de gala y vestido de baño. No por la corrupción moral de los hombres que me rodeaban, sino porque eran calcados de otros concursos más grandes. En alguno de los certámenes usé un biquini amarillo con verde. Mi mamá pasó un mes bordándolo con lluvia de canutillos, las tías me hicieron los peinados, mi papá tomó las fotos. Mis contendoras admiraron el trabajo materno en el atuendo.

Luego de cada desfile íbamos a comer. No me acuerdo de las ganadoras, pero sí de la novedad de salir a un restaurante con la familia, en ruptura con las rutinas lentas y predecibles de la infancia. A las niñas de papás bravos o rezanderos no les daban el permiso para participar en concursos de belleza. En mi casa no le veían malicia. Yo decidí participar. No por hipersexualización, sino por curiosidad y porque la preparación de las pintas nos entretenía los sábados. Mis papás eligieron seguir esa tradición barrial, mientras fueron rebeldes en tantos otros frentes de la crianza.

Esta no es una defensa de los reinados infantiles. Estos eventualmente se quedarán sin participantes o cambiarán (ojalá admitan rápido a los niños, siempre marginados de la emoción del canutillo y del desfile). Esta es en cambio una columna sobre la desconfianza. Desconfianza que se hizo evidente en cada sentencia sobre el evento de Barbosa y que cristalizó en dos acusaciones principales. La primera es que la cultura del reinado infantil se alimenta del machismo y el patriarcado. De estas fuerzas, se afirmó, surge “el estandarizante canon Barbie”. Se dijo también que el desfile incitó a la “pedofilia con el efecto Lolita”, promovió “la competencia entre mujeres”, propagó la tendencia femenina al adulterio (ser “mozas”) y la anorexia.

La segunda es que tal concurso surge y se alimenta de la “traquetización” de Colombia que fomenta la escogencia de criminales emergentes o establecidos como parejas sentimentales. Críticos culturales definen los indicadores de la “narcoestética” que nos aqueja, entre los que sobresalen algunos estilos musicales y de peluqueado. También son síntomas: ser voluptuosa, excederse en maquillaje, ser chicanero o echar pólvora. La lista crece, incluyendo cualquier marcador de ascenso social significativo y varios rasgos de la cultura popular (lo “guiso” o “exuberante”).

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Enceguecidos por el machismo, por un lado, y la “traquetización”, por el otro, los padres de participantes barboseñas no piensan. Todas las columnas al respecto lo dan por hecho. Por eso nadie habló nada con ellos. No se les hizo ninguna pregunta (¿Por qué participar como familia en un reinado? ¿Qué piensa su hija sobre el evento, el colegio, el tiempo libre?). Por el contrario, se les acusó de antemano. A partir de una foto y algunas frases de la alcaldesa se llegó a conclusiones fulminantes: se insinuó maltrato, alcoholismo, proxenetismo. Se habló de violación de libertades, restitución de derechos.

La desconfianza hacia estas familias es tanta y tan agresiva que una alta funcionaria estatal habló desde Bogotá, y sin conocerlas, de la posibilidad de quitarles a sus hijas.

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