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La investigación por la muerte de Tito Martínez, su esposa y su hijo, hallados en junio pasado en el Hotel Portobello de San Andrés, explica que fallecieron por “anoxia causada por inhalación de fosfina, un gas letal usado en fumigación”. De acuerdo con el reporte de Medicina Legal, la sustancia habría provenido de una fumigación realizada un día antes en la habitación contigua. El hotel responsabiliza a la empresa de fumigación Livingston & Company E.U., que envió a un técnico que solo advirtió cerrar la puerta del cuarto fumigado. La empresa, por su cuenta, reportó haber usado el insecticida “Demand Duo”, que no contiene ni se parece a la fosfina. En reportes de la prensa ya aparece el nombre y apellido del empleado que fumigó y, como van las cosas, no sería extraño que tanto el Hotel Portobello como la mentada empresa se laven las manos y acabe acusado un solo hombre sin gran salario ni grandes posibilidades de defenderse.
Lo cierto es que, casi siempre, son los hombres que fumigan (sin muchos elementos de protección ni estabilidad laboral) los que se ven más afectados por la toxicidad de los productos con los que trabajan. Lo cierto, también, es que esta tragedia puntual revela una realidad más amplia sobre el uso indiscriminado de pesticidas. Aquí cabe recordar que este epicentro de turismo es una ciudad de gran densidad poblacional, en que la fumigación con pesticidas es constante.
Las mayorías de la isla no tienen servicios de recolección de basuras y esto puede atraer plagas. La humedad de muchos hogares, construidos por la propia gente, hace que las paredes tengan problemas serios de moho. Y los problemas de suministro regular de agua llevan a que haya agua almacenada dentro y fuera de casas. Lo que a su vez engendra zancudos. Por esto las mujeres en los barrios deben usar cotidianamente hipoclorito de sodio (límpido, lejía y cloro de piscina diluido), peróxido de hidrógeno (agua oxigenada), amonio y cuanto producto de limpieza contra moho. En tiendas y supermercados se consigue gran variedad de insecticidas para insectos, herbicidas para malezas, fungicidas para hongos, rodenticidas para roedores. Su composición química es casi siempre incierta. Ante la carestía de las grandes marcas (como Raid o Baygon), muchas familias que necesitan prevenir enfermedades e infestaciones optan por marcas menos conocidas, con fichas técnicas incompletas.
Por esto no es de extrañar que Medicina Legal hablara de fosfina, un fumigante muy potente que no se usa en fumigaciones urbanas comunes, como zancudos, chinches, cucarachas o ratas. Aunque el gas fosfina se usa para exterminar gorgojos, polillas y escarabajos que se reproducen en bodegas de granos y frutos secos almacenados. No sería imposible que se usara contra otras plagas en un contexto de uso indiscriminado y cotidiano de pesticidas. Este uso se extiende más allá de las empresas y microempresas de fumigación, pues son los propios habitantes los que se ven obligados a fumigar sin seguir protocolos de seguridad.
En otras ciudades como Cartagena, Barranquilla, Bucaramanga, Montería e Ibagué, con altísimos índices de dengue, las familias viven también entre cotidianos protocolos de fumigación contra el zancudo Aedes aegypti. Además de familias y comercios, las secretarías de Salud fumigan también en espacios públicos como calles, parques, canales y zonas propensas a inundación y tratan con larvicidas los sumideros y tanques para interrumpir el ciclo de reproducción. A veces se fumiga con productos de confianza, pero con menos frecuencia que la recomendada.
Aunque solemos pensar en los peligros de los pesticidas para campesinos y trabajadores agrarios que fumigan arroz con herbicidas, papa con fungicidas y flores con insecticidas (para no hablar de cómo el Estado fumigó medio país con glifosato mediante aspersión aérea por más de dos décadas), poco se habla de peligros urbanos. En ciudades donde las mayorías tienen infraestructuras mediocres de agua, recolección de basuras y salud, se vive entre incertidumbres tóxicas.
