La hegemonía conservadora que se extendió desde 1886 hasta 1930 encarnó la tensión entre un partido conservador mayoritario y acostumbrado al poder y un liberalismo que buscaba espacios en el poder sin recurrir a las armas. Consciente de las semillas violentas que siembra el autoritarismo, el conservador de centro Carlos E. Restrepo impulsó, durante su gobierno de comienzos del siglo XX, una reforma electoral para incluir a los liberales a los cargos públicos, garantizándoles al mismo tiempo una tercera parte de las curules en el Congreso, las asambleas departamentales y los concejos municipales. En la práctica, como han mostrado varios historiadores, la alternancia presidencial no estaba contemplada (ni sería tolerada) y el conservatismo se valió del fraude, la presión a los electores y las amenazas violentas para mantener indefinidamente a los liberales como una fuerza de oposición.
Algunos años después las buenas intenciones de Restrepo, que soñó un país sin extremos, se vivían como condescendencia. Los liberales se sentían condenados a ocupar un tercio de las curules (nunca mayorías ni liderazgos) hasta la eternidad. Noticias de fraude eran cotidianas y las reglas electorales eran vistas por muchos como inocuas y manipulables. En el Partido Liberal bullía una nueva generación de idealistas, muchos de los cuales no eran bogotanos ni venían de familias abolengo. Por fin, en 1922, la convención del partido decidió postular al entonces líder Benjamín Herrera como candidato propio a la presidencia. A través de una coalición que implicó un pacto con organizaciones populares en un país que se urbanizaba, los liberales lograron ampliar su base electoral. Varios sectores del Partido Conservador se sintieron extremadamente amenazados, no había conciencia de las consecuencias negativas que traería excluir al adversario del sistema y se hicieron toda serie de maniobras irregulares desde el gobierno para bloquear la aspiración.
“Nunca”, informó la prensa tras las elecciones, “ni en tiempos de la dictadura, había presenciado Bogotá un certamen de barbarie que puedan asemejarse con las escenas bochornosas que llevó a cabo el Partido Conservador, en alianza inicua con los esbirros de la Policía Nacional. Sesenta heridos de bala, culata y bayoneta, muchos de los cuales se encuentran en estado de gravedad desesperante, son el fruto del vandalismo oficial, que el día de ayer escribió una página negra en los anales democráticos de Colombia”. La prensa liberal narró cómo un “clima de miedo y tensión” se cernía sobre el país. Sintiendo que la alternancia del poder ejecutivo nacional era un imposible y que la participación permitida era la de oposición y minoría, algunos Directorios Departamentales Liberales se declararon abstencionistas, y alegaron que la “participación ya no hacía sentido”. Poco después el Partido Liberal unido se declaró en abstención y se negó a participar de elecciones o cargos.
Esta abstención fue augurio de los conflictos armados que vinieron pues puso de relieve la imposibilidad de una alternancia entre distintos y la férrea convicción antidemocrática de algunas élites que continuó incluso durante la república liberal. Para estos grupos políticos y económicos presos de la soberbia, cualquier reforma que significara redistribución, concesiones o solidaridad regulada era impensable y sería combatida sin importar el costo.
Abstenciones como la descrita ocurren después de periodos como el que vivimos ahora. Periodos en que las instituciones se tambalean en la borrachera antidemocrática que impera: el sainete del registrador, las hazañas recientes de la procuradora, el papel del presidente y de Eduardo Zapateiro, el rol de emprendedores del fraude llevado a cabo por distintas familias en el norte del país que trabajan jornada continua.
