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La novela Todo de desmorona de Chinua Achebe cuenta cómo cambia la vida de Okonkwo, un guerrero honesto en la aldea de Umuofia (en lo que es hoy Nigeria), tras la llegada de ingleses colonizadores en el siglo XIX. Ante las intervenciones de administradores, religiosos y ejércitos imperiales, las comunidades van dividiéndose. El orden de los clanes tradicionales y las enseñanzas sagradas de los ancestros se van erosionando mientras los líderes y guerreros (incluido Okonkwo) son humillados por las nuevas autoridades coloniales. “El hombre blanco es muy astuto”, escribe Achebe, “ha clavado un cuchillo en las cosas que nos mantenían unidos y nos hemos desmoronado”.
Una destrucción algo similar vivió la aldea de Selamon, del archipiélago Banda (en lo que es hoy Indonesia) frente a la llegada de holandeses colonizadores en el siglo XVI. Martijn Sonck, uno de los altos mandos militares, ocupó la mezquita principal y las mejores casas, desoyendo las protestas de los líderes locales y desplegó sus soldados para intimidar a la población. Les explicó que debían desalojar inmediatamente la isla y de manera voluntaria. De lo contrario tenía órdenes de destruir la aldea y expulsar a adultos y niños. Los habitantes no le hicieron caso y sólo horas después, los ejércitos colonizadores perpetraron una arremetida. En apenas siete días incendiaron casas, plantas, campos y animales, arrasaron aldeas, asesinaron líderes y capturaron alrededor de 1.200 personas. Los invasores informaron a sus superiores en Ámsterdam que las poblaciones “habían sido destruidas, los sobrevivientes habían huido a las montañas, y todo el archipiélago estaba sometido y devastado”. Poco después de esto, el filósofo y canciller inglés Francis Bacon escribió que los europeos cristianos podían aniquilar a ciertos pueblos salvajes, a los que consideraba “proscripciones de la ley natural” y no verdaderas naciones, sino grupos degenerados, cuya eliminación era legítima y bien vista por dios padre.
“¿Cómo debe sentirse encontrarse, cara a cara, con alguien que deja en claro que tiene el poder de poner fin a tu mundo, y que además tiene toda la intención de hacerlo?”, escribe, al narrar la historia del archipiélago Banda, el profesor Amitav Ghosh. Ghosh se pregunta si podemos hablar del genocidio de este pueblo, aunque no haya cifras definitivas oficiales y aunque para entonces no se usara esta palabra: definida por la Organización de Naciones Unidas en 1946 como la intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Los bandaneses, dice Ghosh, “perecieron a causa del hambre, las enfermedades, la exposición (a los elementos) y hasta el suicidio masivo”. La aniquilación de aquel pueblo, con todo y su lengua, no se logró únicamente mediante asesinatos directos, sino a través del desmantelamiento de la red de conexiones que sostenían su modo de vida.
Ahora, en 2025 presenciamos el exterminio del pueblo palestino a manos de Israel. Asistimos a la aniquilación de este pueblo que no se logra únicamente mediante asesinatos directos, sino a través del desmantelamiento del tejido cotidiano de la vida misma. No hay agua, ni comida, ni remedios ni médicos. Mientras escribo esta columna, la Clasificación Integrada de Fases de Seguridad Alimentaria (IPC, por sus siglas en inglés) determina que hay una hambruna en Gaza y que esta “es totalmente causada por el ser humano, se puede detener y revertir”. A la vez, hay expertos, abogados y activistas que debaten sobre si Israel está cometiendo genocidio en Gaza. Como en el genocidio de las islas banda, no necesitamos de un consenso científico pues hemos visto y sabemos que es un genocidio. Sabemos que Palestina está “sometida y devastada”. Sabemos que, para ellos, todo se desmorona.
“¿Cómo debe sentirse encontrarse, cara a cara, con alguien que deja en claro que tiene el poder de poner fin a tu mundo, y que además tiene toda la intención de hacerlo?”.
