La infraestructura puede conectar (o excluir) grupos de personas y flujos, reflejando desigualdades y relaciones de poder económico y político. Carreteras, sistemas de agua, redes de electricidad, de gas, de alcantarillado, de telecomunicaciones, puertos y represas conforman redes sociales y materiales que establecen vínculos entre individuos y objetos. Si estudiamos, por ejemplo, el proyecto de Hidroituango, sobre el Río Cauca, podemos entender transformaciones sociales y políticas, relacionadas con el conflicto armado y los flujos de capital, que van más allá del cemento y el agua represada.
Actúa a veces como un puente y otras veces como una barrera, redefiniendo los vínculos entre las comunidades y su entorno natural, al tiempo que evoluciona junto con las sociedades. Lejos de ser imparcial, su diseño material perpetúa inequidades, influyendo incluso en la identidad de ciertas zonas urbanas o poblaciones. En ciudades como Buenaventura y San Andrés, la gestión del agua potable por cuenta de empresas privadas reflejó y consolidó jerarquías basadas en racismos y exclusiones de clase.
Y su impacto va más allá: la infraestructura redefine la relación entre ciudadanía y Estado. En Medellín, la llegada de la red eléctrica —y con ella, las facturas mensuales— extendió la presencia estatal a barrios antes desconectados, imponiendo nuevas normas de conducta y fiscalización. Megaproyectos hídricos (el Quimbo, Hidrosogamoso, Urrá) no solo han devastado ecosistemas y prácticas de campesinos y pescadores, sino también la percepción del gobierno. Lo mismo sucede con carreteras como la Ruta del Sol o el Túnel de la Línea. En contextos de desconfianza histórica contra el Estado, estas obras lograron transmitir a las comunidades rurales la idea de ser priorizadas, transformando así su visión del Estado.
Pero no siempre la misma infraestructura produce los mismos efectos. Pensemos en los medidores de agua. Estos fueron importados a Colombia en los años veinte para medir el consumo de ricos, comercios e industrias con el propósito de extender (con la plata recaudada) redes a barrios populares nuevos. Sin embargo, desde los años noventa los medidores han sido implementados para limitar y cobrar el servicio a poblaciones de barrios populares que no pueden pagar a tiempo. Así, en los últimos diez años familias de la Comuna 13 (en Medellín), Ciudad Bolívar (Bogotá), El Bosque (Barranquilla) y Aguablanca (Cali) han protagonizado protestas vandalizando los medidores para reclamar su acceso al agua.
La infraestructura no es neutral: hereda la carga política del contexto. Así como los medidores, la infraestructura de mensajería instantánea se ha convertido en un espacio de disputa donde se redefine el significado de la ciudadanía. En la semana que se acaba generó polémica la decisión de la Corte Constitucional que, de acuerdo a algunos, pondría en peligro el acceso gratuito a WhatsApp, la app de mensajería más usada en el país (más del 90 % de los usuarios de internet la tienen instalada).
Frente a los debates sobre si operadores pueden o no elegir qué aplicaciones entregar de manera gratuita dentro de paquetes de datos, hubo quienes señalaron el carácter perverso de la aplicación. “WhatsApp es el canal más poderoso de desinformación que hay en América Latina”, se repitió. No obstante, como con los medidores de agua, no siempre la misma infraestructura produce los mismos efectos. Investigaciones han mostrado cómo durante la pandemia cundieron remedios falsos y la forma en que dicha mensajería se usó para empantanar el plebiscitopor la paz. A la vez, colectivos de los derechos humanos la usan a diario como el canal principal para comunicarse entre defensores del medio ambiente fuera de Bogotá. Más allá de sus usos para la movilización de rumores o injusticias, poblaciones en todas las esquinas explican cómo les permite mantener la comunidad con amigos, compañeros de trabajo y familiares.