En el oriente de Brasil, la señora Ruty Pereira le contó a un periodista cómo durante su embarazo, en el año 2015, hizo todos los controles prenatales y todo parecía normal, pero al nacer su bebé notaron que su cabeza era demasiado pequeña. Los médicos le preguntaron si había tenido zika y le explicaron que este virus transmitido por el zancudo Aedes aegypti puede afectar el desarrollo cerebral; su bebé Tamara fue diagnosticada con microcefalia y le dijeron que era poco probable que caminara o hablara. Pereira sintió que se derrumbaba el futuro entero (“cuando planeas tener una hija, no se trata solo de la hija, se trata de toda una vida, un futuro, la universidad, una casa, todo...”).
Comenzaron en seguida las visitas médicas, con traslados cansados entre ciudades y urgencias hospitalarias cada mes. Tamara necesita una sonda de alimentación y requiere de cuidados permanentes. En los consultorios médicos Pereira conoció a otras madres en situaciones similares y, junto con ellas, fue entendiendo que las consecuencias del zika son devastadoras y de largo plazo. En 2020 se organizaron y protestaron, denunciaron que el Estado no estaba respondiendo a necesidades básicas como el acceso a vivienda pública y más adelante argumentaron que el gobierno debió haber hecho más para protegerlas del zancudo y que sus hijos merecían reparación. Finalmente, Brasil aceptó otorgar una compensación. Hoy las familias reciben un pago único de alrededor de 9.000 dólares y, además, 18.000 dólares anuales de por vida para cada niña o niño, descrito en el proyecto de ley como compensación por “daño moral”.
En el norte de Colombia, me senté esta semana a hablar con una mujer de 27 años. En el año 2015 hizo todos los controles prenatales y todo parecía normal. Visitó al médico cuando durante el embarazo tuvo un sarpullido extraño, pero sólo le recetaron Caladryl para la rasquiña. Al nacer su bebé notó que este lloraba las veinticuatro horas y parecía siempre asustado. Ante la pereza del sistema de salud decidió pagar una consulta particular con un pediatra. Su hijo, que tenía movimientos involuntarios y estaba convulsionando, tenía sólo 13 días de nacido cuándo empezó la sucesión de viajes, médicos y exámenes. Los médicos le preguntaron si había tenido zika y le explicaron que este virus transmitido por zancudos puede afectar el desarrollo cerebral; su bebé fue diagnosticado con microcefalia.
Hoy está por cumplir diez años, necesita una silla de ruedas, no habla y requiere de cuidados permanentes. Ella tuvo que aprender sola sobre la condición: “él lloraba, lloraba, lloraba y había que darle tetero y mirar que le bajara porque no sabía succionar. Yo lo enseñé acá (en la casa) …O sea me puse a buscar en internet y con guante lo enseñé”. A diferencia de las madres en Brasil, en Colombia estas mujeres no recibieron nada. Si bien al comienzo hubo interés y morbo por cuenta de medios de comunicación y entidades de salud, con el tiempo el país siguió adelante. Circularon rumores sobre que, en Colombia, no había microcefalia causada por zika. Pero quizá lo que sí había era subregistro y desidia frente a los casos cotidianos.
Cuando le pregunto si ha recibido cualquier ayuda del Estado local o nacional, la mujer me contesta: “no, una señora alguna vez me comentó que había salido una ley, que la ley zika que los amparaba… y yo pregunté, porque yo soy muy curiosa, en la Secretaría de Salud. Me dijeron que no, que eso era falso”. La familia vive, como la mayoría de colombianos y colombianas, en un barrio informal urbano. Como no está pavimentado, la silla de ruedas no puede transitar. El niño sale todos los días cargado en una moto hasta donde la abuela, que lo cuida en el día mientras los padres trabajan. Cargarlo para sacarlo del barrio se va haciendo más difícil cada año. La mujer me cuenta que en los últimos años ha aprendido tantísimas cosas. Que celebran juntos todos los 30 de septiembre (“es el día de la microcefalia”) y que por su hijo ella y su familia “se ponen la 10”.