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Que vivan los abrazos y las mesas con café, llenas de risas, de lágrimas y de historias compartidas. Que se multipliquen los besos, en todas sus formas y con todos sus significados. Que nunca deje de encontrarme en tu mirada. Tal y como van las cosas, estar con los otros, tocarse, mirarse a los ojos y compartir la fortuna de estar juntos, se está convirtiendo en un acto profundamente transgresor.
Nunca antes habíamos estado tan conectados y tan solos. Las imágenes de los conciertos masivos son elocuentes. Miles de personas asisten a los espectáculos, pero parecen más interesadas en sus celulares que en disfrutar con los demás. La escena se repite en los restaurantes, en los parques, en las reuniones con amigos, en los recreos, en la mesa del comedor y en la sala de la casa. En medio están las pantallas y nosotros cada vez más lejos los unos de los otros.
Aquí y ahora es la consigna. Estar contigo, no solo junto a ti; escucharte, que me escuches y que nada más importe en ese momento. Estar juntos sin que medie ningún artilugio sofisticado, sin chats, sin bots, sin realidad virtual y sin inteligencia artificial, sólo aferrados a la certeza irrevocable del abrazo. No parece tan difícil y, sin embargo, implica escabullirse, instalarse en el instante y recuperar por un momento el dominio del tiempo, la libertad. Si la experiencia es colectiva, la transgresión es aún mayor. Reconstruir el “nosotros”, por encima del “yo”, es compartir el latido y devolverle al encuentro su antigua ritualidad, es la comunión y la posibilidad de la comunidad. En este mundo, hecho a la justa medida del individualismo y la ambición, solo al abrigo del abrazo de los otros volveremos a ser humanidad.
