Volvió a ocurrir. Un bombardeo del ejército en el Guaviare contra un campamento de las disidencias de Iván Mordisco terminó con la vida de Caren, Dani, Deini, Maicol, Martha y otros dos menores que nadie ha podido nombrar. Nada indica que alguno de los cabecillas que motivaron la operación haya sido abatido. La escena se repite, idéntica, bajo gobiernos distintos: somos un país que no logra distinguir, en las sombras del combate, la presencia de los niños. Nuestra historia está atrapada en un eco que no aprendemos a escuchar: el de una guerra que, una y otra vez, termina apuntando sus armas contra ellos.
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Qué desgracia es crecer en Colombia y caminar entre fuegos cruzados. La infancia no solo queda a merced de quienes la reclutan; también es alcanzada por las operaciones de la fuerza pública, que debería protegerla. Incluso la guerra tiene límites: el Derecho Internacional Humanitario exige separar a quienes combaten de quienes jamás deberían estar expuestos al fuego. Ese principio de distinción se vuelve absoluto cuando se trata de niños. Su protección no es negociable, ni sacrificable en nombre de ningún objetivo militar.
Colombia ha ensayado esta táctica durante décadas y nunca ha funcionado. Desde los bombardeos a Villarrica en los años cincuenta hasta las operaciones más recientes en Puerto Leguízamo (2022), estos ataques dejaron menores entre las víctimas, pero ninguna solución duradera. Siempre es la misma apuesta: un golpe que promete desarticular estructuras armadas y termina disipándose sin lograrlo. En un conflicto irregular, como el nuestro, los bombardeos no arrancan la violencia: la dispersan y la multiplican. Bombardear no tiene sentido —ni en Colombia, ni en Gaza, ni en el Caribe, ni en ningún lugar del mundo—, menos cuando hay niños. Mientras sigamos sembrando fuego, lo único que crecerá en la tierra será duelo y venganza. No tiene sentido, nunca lo ha tenido.