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Volví de un breve viaje al silencio y todo me suena diferente. El mamo arhuaco habló generosamente, en su lengua, y los niños escucharon durante horas sin pestañear. Yo también, aunque para mí fue más difícil. El líder hablaba de aquello que le da sentido a la vida material en su cultura, mientras el intérprete hacía un gran esfuerzo por traducir sus palabras. “Usted ve esta piedra y puede patearla, no le da importancia, pero ella tiene un padre espiritual que le da un sentido y le dice por qué está aquí, cuál es su propósito. Si usted entiende eso, la cuida, porque entiende que ella está aquí para algo. Así ocurre con todo lo que existe: la gente, los animales, las plantas, el agua, las cosas, todo; si usted conoce, entonces respeta, entonces cuida”.
Era un precepto sencillo, aunque difícil de asimilar desde esta orilla bulliciosa, donde todo se desecha y los sentidos se extravían. Ese día la gran lección vino de los niños, con su silencio atento. En nuestro mundo, escuchar se ha vuelto algo raro, casi incómodo. Oímos para responder, no para comprender. Aunque estemos callados, el diálogo interior hace tal estruendo que nos impide asomarnos al mundo de los otros. Los niños de Umuriwa me mostraron otra manera de escuchar.
En la Sierra Nevada de Santa Marta, el corazón del mundo, como le dicen los arhuacos, los niños me enseñaron que escuchar también es una forma de cuidar. Escuchar a los demás, a la tierra y a las otras formas de vida es el primer gesto de respeto. Escuchar es abrir un espacio para que el otro exista. Así empieza el cuidado: con el oído atento y la presencia que acompaña. Necesitamos callarnos para poder oír el latido del mundo. Quizá algún día podamos escuchar como estos niños: sin prisa, sin juzgar, con el alma quieta y el corazón dispuesto. El mundo aún habla, pero hay que callarse para oírlo. Tal vez, si aprendemos a escuchar, todavía estemos a tiempo de cuidar.
Por Tatiana Duplat Ayala
