Me lancé al mar, en Santa Marta, como quien cruza un umbral. En este empeño mío de hacerme libre en el agua, pasé las últimas semanas nadando en un paraíso; resguardada por la Sierra, al abrigo del corazón del mundo.
Vi el amanecer en Playa Grande, junto a mis compañeros de La Boya, el campamento de natación que me llevó a Taganga, y no quisiera olvidarlo nunca. El mar, en calma, estaba dorado, vestido de aurora, y los cerros de un verde intenso, parecían custodios discretos de esa luz naciente. Nadar allí fue sentir que el mundo despertaba con nosotros, limpio, intacto, como prometiendo que todo era posible.
Pocos días después conocí a la Abuela Pez, una mujer de fantasía hecha de agua salada, que a punta de brazadas ha recorrido cada rincón de la bahía. Martha Jaramillo, como le llaman en tierra, además de ganar campeonatos mundiales, ha construido una bella comunidad de nadadores que cuidan el mar y han hecho de la felicidad su bandera. Juntos, también al amanecer, bordeamos desde el agua el cerro Ziruma varias veces, hasta llegar a Calderón e Inca Inca y luego regresar por la misma ruta. Cada trayecto junto a ellos fue una celebración de la fortuna de coincidir en el sencillo propósito de nadar, respirar y disfrutar el milagro de estar vivos.
En el agua todo fue mágico, pero el regreso al Rodadero fue un duro golpe de realidad. Allí el aire es irrespirable. El olor del alcantarillado sube como una nube fétida, borrando de golpe todo rastro de paraíso. La Perla del Caribe, que tanto presume de su mar, guarda en sus orillas una herida abierta. Algo huele mal en Santa Marta. No es solo el hedor que golpea a quienes caminan por la playa: es la señal de un descuido que amenaza su propio futuro. Si el mar es un tesoro, su orilla no puede seguir siendo un vertedero. El paraíso también necesita cuidados. Cruzar el mar fue entrar en un mundo intacto; volver a la orilla fue toparme con una herida que nadie quiere curar.