Emilia Pérez, la película, resulta incómoda; tal vez sea esta su virtud. En México, un narcotraficante finge su muerte y se transforma en la mujer que siempre quiso ser. Rita, una talentosa abogada, es la encargada de llevar a cabo el plan. Contrata las cirugías, gestiona nuevos documentos y saca del país a la viuda y a los huérfanos. Pero la nueva Emilia no puede vivir sin sus hijos. Reaparece como la prima del capo, trae de regreso a su familia e intenta enmendar errores del pasado. Ahí se complica todo.
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Emilia Pérez escarba en el terreno fangoso de la identidad. Cada personaje se cuestiona quién es y en quién quiere convertirse. ¿Es suficiente cambiar de cuerpo para ser alguien diferente? ¿Qué es lo que hace mujer a una mujer? La complejidad sale a flote y la película interpela a los espectadores. ¿Qué nos define como colectivo? El sanguinario criminal que busca la redención o la abogada de buen corazón que burla la ley; la esposa mexicana que no habla bien el español, el funcionario corrupto, la mafia que desaparece al estudiante o la madre que busca empecinada al hijo desaparecido. “Somos mucho más”, ha dicho molesta la audiencia mexicana, que se niega a encajar en la etiqueta y rechaza la banalización de su violencia. Somos un poco de todo a la vez, digo yo desde Colombia y acomodada en mi sofá.
Emilia Pérez rompe el molde: no se parece a ninguna otra película. Sus diálogos cantados, obstinados, le dan ritmo y tensión, pero “musical” es un rótulo estrecho para ella. Todo tiene que ver con la identidad. Forma o contenido, cuerpo o espíritu; al final, sólo somos lo que hacemos. Nada es más elocuente que la acción.