Pasaron cuatro décadas y este capítulo sigue siendo uno de los más tristes de la historia de Colombia. La toma del Palacio de Justicia, un día como hoy, hace 40 años, aún duele. Todo en ese episodio fue una mala idea. El retiro de la protección policial al recinto, el asalto al edificio y la retención de rehenes por parte del M-19, así como la acción desproporcionada del Ejército en la retoma y un incendio descomunal convirtieron al palacio en el mismísimo infierno.
Para la gente que estaba allí, la historia fue la misma que se repite en esta pesadilla sin fin que es la violencia colombiana. Entre el fuego cruzado de los armados, los civiles quedaron atrapados en una batalla que nunca eligieron librar. Nadie pensó en ellos, nadie los defendió, nadie los rescató. Pesó más el odio al enemigo que el sentido de humanidad entre los combatientes.
A la guerrilla no le importó arriesgar la vida de los rehenes y el Ejército arrasó con todo, por encima de su deber constitucional de defender a la población civil. La intransigencia de ambos bandos condenó a muerte a un centenar de personas. Y como si no fuera suficiente, una vez terminó el combate, 11 sobrevivientes fueron desaparecidos mientras se encontraban bajo la responsabilidad de las autoridades. Todo estuvo mal en esta historia que nunca debió suceder.
Ese día, no solo se perdieron vidas: ardió la idea misma de la justicia. En medio de las llamas, se rompió la confianza en las instituciones, se cercenó la independencia judicial y se avivó la idea terrible de que el poder de las armas puede aplastarlo todo, incluso la ley que dice proteger. Cuarenta años después, el país aún camina entre esas cenizas. Sin verdad plena ni justicia completa, el Estado de Derecho aún busca su dignidad perdida. Hablar de lo que sucedió, recordarlo y nombrarlo es un gesto que honra a las víctimas y nos recuerda que la barbarie siempre acecha y puede encenderse con una mala decisión.