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Cien años de soledad fue vetada en decenas de bibliotecas escolares de Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con El amor en los tiempos del cólera, con 1984 de George Orwell, con Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, con Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, con El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y con El cuento de la criada de Margaret Atwood, por nombrar solo algunas de las obras censuradas.
Esto, más que un ataque a la literatura, es una mordaza a la democracia. En plena era de la información y la Inteligencia Artificial, el mundo se hace cada vez más estrecho y oscuro. Vetar un libro es una manera de borrar preguntas. Se teme a lo que incomoda, lo que sacude, lo que no se puede controlar; pero ¿qué democracia sobrevive si se prohíbe imaginar?
Cien años de soledad incomoda porque recuerda y hace palpable lo que muchos quisieran ignorar. En Macondo, la memoria es una fuerza que se resiste al olvido, un espejo donde la historia sin tiempo revela sus repeticiones. Censurar la obra de Gabriel García Márquez es negar la complejidad humana: el deseo, la violencia, la soledad, el poder. Es también un intento de domesticar el asombro, de prohibir la contradicción moral y el vuelo poético de lo real. ¿Qué miedo puede provocar una familia que nace y se extingue en el ciclo eterno de su propio destino, si no es el miedo a reconocerse en ella?
La censura atenta contra la literatura, pero más contra la ciudadanía: contra la posibilidad de formar lectores críticos capaces de imaginar otras realidades. Sin libros que incomoden, la democracia se vuelve un eco dócil del poder. Vetar un libro no borra sus palabras: las esparce. Las convierte en semillas que esperan otro lector, otro tiempo u otro país menos temeroso de mirar su propia sombra. Por eso leer es, tal vez, la forma más profunda de resistir. Mientras exista quien lea, sueñe y recuerde, ningún poder podrá clausurar la imaginación ni ponerle cadenas a la luz.
