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Recorren bosques, selvas, páramos, ríos, mares y manglares, y se enfrentan a los peligros más inusitados. En Colombia, ser guardaparque es un oficio de alto riesgo. Poco más de mil hombres y mujeres cuidan los 38 millones de hectáreas donde ocurre la magia, en uno de los países más biodiversos del planeta. Como arañas pacientes, tejen y reparan los hilos que entrelazan el equilibrio del mundo.
No es fácil su trabajo. Permanecen a la intemperie en condiciones adversas, no tienen horario y viven lejos de sus familias. Están expuestos a accidentes y —lo más dramático— son blanco de grupos criminales que disputan el control de estos territorios. Este, nuestro país de la belleza, es también el más peligroso para quienes cuidan el medio ambiente. Entre enero de 2016 y septiembre de 2024, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos verificó 248 homicidios de ambientalistas en Colombia.
Por eso, desde hace más de un año, se tramita en el Congreso un proyecto para dignificar esta labor. La Ley de Guardaparques reconoce su papel como defensores del patrimonio natural y propone garantías laborales, seguridad social, formación técnica y protección frente a las amenazas. Es un paso urgente en un país donde proteger la vida —la humana y la silvestre— se ha vuelto una hazaña solitaria. Sin embargo, el proyecto avanza con lentitud: aún no llega a segundo debate en el Senado. Aquí pasan tantas cosas, todas tan graves, que a la larga es como si no pasara nada.
Los guardaparques no solo protegen árboles, aves o jaguares: cuidan los hilos invisibles que conforman el entramado de la vida. Caminan en silencio por territorios desconocidos; recorren lo remoto, lo intacto, lo olvidado. Reparan lo que otros dañan, registran lo que florece y vigilan lo que persiste: su presencia es una forma de resistencia, y olvidarlos es un acto de ceguera política. Ojalá aprueben la ley y protejan a quienes cuidan la vida.
