Deberíamos estar hablando del reclutamiento de menores. De cómo ha aumentado la utilización de niñas y niños en las mil guerras de nuestro país. De cómo son explotados e involucrados en actividades ilícitas. De la desgracia de vivir en territorios controlados por grupos armados y ser niña indígena o afrodescendiente; de los cuerpos esclavizados, convertidos en botín de guerra o en mercancía sexual. Deberíamos estar hablando de la perpetuación de la violencia, de las vidas truncadas, de las vidas perdidas.
En Colombia hay muchos problemas, pero este es de los más graves. Y aunque este infierno esté lejos de las ciudades, no es suficiente con mirar hacia otro lado. La violencia que desata el reclutamiento de menores siempre termina por alcanzarnos. Todos deberíamos estar pensando cómo detener el horror. En este país roto por tantas grietas, al menos este dolor debería juntarnos.
La oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos lo confirmó: entre 2022 y 2024 verificó 474 casos de reclutamiento, casi el doble de los registrados tres años antes, y en el primer trimestre de 2025 recibió 118 denuncias. Es decir, en Colombia un niño es arrastrado a la guerra cada 48 horas. Muchos son seducidos en línea: videos de TikTok o mensajes en Facebook les prometen motos y celulares mientras les cierran las puertas de la infancia. Las balas ahora viajan por internet; así se siembra el terror y se cosecha silencio.
Mambrú se fue y no sé cuándo vendrá. Lo que es un hecho es que la violencia recrudece y se instala en la vida cotidiana, como si fuera su lugar natural. No me resigno. No estamos condenados a la barbarie ni a su cómplice, la indiferencia. Dejar la banalidad por un momento y nombrar el horror en voz alta es una forma de acompañar a estos niños, que viven su tragedia en aterradora soledad. Porque es cierto que Mambrú no vuelve. Porque, en Colombia, los niños no regresan de la guerra: crecen en ella, mueren en ella o quedan atrapados para siempre.