Otra vez. El mensaje baja por los ríos y bloquea puentes y carreteras: nadie sale, nadie abre, nadie cruza. Los pueblos quedan detenidos, atrapados en su propia geografía y convertidos en fronteras de sí mismos. El miedo cierra las puertas e impone el silencio. Adentro, la gente espera, cuenta las horas y mide el día por la ausencia de movimiento; ya sabe lo que significa estar presa sin barrotes. Son miles de personas a merced de los criminales.
El ELN impuso, de nuevo, paro armado en regiones como Chocó, el Catatumbo y las zonas de frontera. Su cinismo no puede ser mayor: presenta este atropello como una protesta contra una eventual intervención de Estados Unidos a Colombia, pero el castigo lo padecen los propios colombianos. Para oponerse a una amenaza lejana, encierra a los campesinos, a los maestros, a los comerciantes y a los enfermos. En nombre de una soberanía abstracta, le arrebata al pueblo la única que puede palpar: la de moverse, trabajar, estudiar y reunirse. El argumento se deshace solo. Es la eterna contradicción de los grupos armados: proclamarse defensores del pueblo mientras lo condenan a la miseria y a la peor de las violencias.
En el último año, decenas de miles de personas han vivido confinamientos forzados en Colombia y más de cien mil han sido obligadas a desplazarse. En Chocó, por ejemplo, la situación es dramática: municipios paralizados, comunidades indígenas y afrodescendientes aisladas, economías locales asfixiadas. El paro armado es hambre, silencio y miedo acumulado. Al final solo quedan el desamparo y el vacío institucional. No importa quién gobierne, lo cierto es que pasan los años y esta tragedia se repite idéntica. El Estado no logra garantizar lo elemental: el derecho a habitar el propio territorio. Cuando los fusiles mandan, el municipio deja de ser hogar y se convierte, sin juicio ni condena, en pueblo por cárcel. El cerco es local, el daño es nacional.