En el edificio de arte cubano del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana se expuso por algunos años la instalación “No agradezcan el silencio”, del artista Alexis Leiva Machado (Kcho). La obra es una representación a escala real de las celdas del Federal Detention Center (FDC) de Miami en las que permanecieron encerrados cinco presos políticos durante el primero de casi siete años de aislamiento: Antonio Guerrero, Ramón Labañino, Fernando González, Gerardo Hernández y René González. Espacios de cuatro por dos metros en los que había camarote y baño.
La obra está compuesta por rejas, candados y muros de paredes blancas, varias de ellas bordeadas por alambres de púas. En una está escrito en letras negras el nombre de la obra. Kcho proponía la instalación como desarticualdora de silencios informativos en un país donde ese año solo algunos hoteles contaban con internet. Recrear aquel espacio en la isla era también una forma de contar cómo se veía aquello a lo que no se tenía acceso. Además, pensé entonces, recreaba cómo se ve y se siente estar rodeados de paredes que ponen distancia entre los unos y los otros, una fragmentación que evocaba las cámaras de eco a las que nos ha sometido la polarización y el fantasmal algoritmo.
Sin desconocer la necesidad de acabar con aquellos desiertos informativos y el valor incalculable del buen periodismo, hay otro silencio del que también me gustaría hablar. Hace unos días recibí de una buena amiga un ensayo llamado Los catálogos del silencio, escrito por Peter Schmidt. En él, Schmidt invita a pensar en el silencio no como el vacío sino como la escucha de todo, con los poros y el corazón abiertos. El silencio en ese sentido es también dejar de producir ruido, vencer el narcisismo, acallar la voz propia y darle espacio y tiempo a las de los otros. Ojalá la de tantos como sea posible, distintos a uno en forma y fondo.
En los últimos dos meses, desde que comenzó la guerra entre Israel y Hamás, me he encontrado en un lugar donde todo lo que pienso y creo va en contravía de lo que piensan las mayorías que me rodean, en contravía de lo popular. Todo lo que escribo me parece aburrido, innecesario, desubicado. Entre cruzar los dedos a diario para que cese el fuego terrible de Israel, que ha abrasado un territorio ya sometido y empobrecido, mientras los voceros de ese gobierno exponen sus planes genocidas, y por el otro, el desconcierto frente a la entusiasta respuesta de algunos sectores que celebran la masacre de Hamás del 7 de octubre como un símbolo de resistencia. Un sector que además no para de compartir información sesgada para luego decir que se está del lado correcto de la historia. No, no me hallo ni en lo uno ni en lo otro.
En esa contradicción permanente me encuentro de nuevo recordando la obra de Kcho y su petición de no agradecer el silencio. También la de Schmidt, que busca agradecerlo. Aunque parezca contradicción, creo que ambos hablan de lo mismo. En esta distancia geográfica que hay entre nosotros y ellos, de la devastación absoluta de un pueblo y de la degradación humana y moral de una región entera y sus aliados, el silencio activo se convierte en la apertura a escucharlo todo, a dejarnos afectar y, sobre todo, a entender sin suspicacia qué es lo que quienes viven el conflicto o quienes pueden hacer algo para detenerlo, piensan y están haciendo.
Permanecer en este malestar también es una postura válida. Una que da pie a la exploración y la curiosidad. Este malestar toma cuerpo en la resignación e impotencia de aceptar que es poco lo que la mayoría podemos hacer para detener este sin sentido. Y que de todas maneras hay algo que aún conservamos, y es nuestra determinación para resistir y escucharnos. No para tener razón, ni para convencer o juzgar, sino para reconocernos y poder no solo pensar en el “día después”, sino ayudar a construirlo.
Posdata: en este ejercicio de escucha invito a conocer al movimiento palestino-israelí Standing Together. Una propuesta que lleva años en el tintero y propone lo que para muchos parece ni siquiera ser una posibilidad.