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Las fuerzas centrífugas del nuevo poder

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Teresita Goyeneche
17 de enero de 2023 - 05:00 a. m.
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Si 2022 nos dejó algo con lo que me encantaría que jugáramos es con esa puerta abierta a las múltiples formas de ser de un mismo sitio. Un país es un sitio. Uno delimitado por una frontera socialmente aceptada y relativamente respetada, y también por los principios que por dos siglos han determinado qué país es esto o aquello. Las razones para trazar esas fronteras y esos principios son aleatorias, imaginarias y a conveniencia, en tanto que el sistema político y económico de un país funcionan si esas delimitaciones funcionan.

Uno de esos principios, de los más importantes, es el lenguaje, porque justamente es el que marca el pensamiento de quienes viven en un sitio. Por eso comencé diciendo que el año pasado le dejó a Colombia un regalo: la posibilidad de evaluar qué nos dice de este sitio, de este país donde existen tantas formas de decir, de pensar y de expresarse, el lenguaje que nos han impuesto como estándar. No como si nunca hubieran existido las diversidades que todos conocemos, sino como cuando ya no puedes seguir ignorándolas porque es desde ahí donde nos estamos enunciando hoy todos, todas y todes. Eso es una verdad sin precedente.

Encontró Tony Crowley, lingüista británico, que cuando en la Gran Bretaña del siglo XIX se empezó a pensar en el estudio científico e histórico de la lengua, se partió de la exaltación del trabajo de escritores y poetas que mostraban la genialidad de los creativos anglosajones a la par con otras naciones europeas. A través de los genios y eruditos podrían explicar cómo el pasado que el pueblo tenía en común representaba su presente, y así conseguir -a través de la estandarización del idioma- crear una fuerza centrípeta que empujara la nación al centro de los intereses de todos. Por todos se referían a quienes pensaban la nación y tomaban decisiones. Y así, mientras hacían lexicografías y estándares, todo lo que se hablaba en las provincias se convirtió en dialecto, mientras que lo que se hablaba en el centro se convirtió en el correcto uso del idioma.

Algo parecido pasó en España y luego en sus colonias. Contó Fabio Zambrano Pantoja que en la Bogotá del siglo XIX no existían símbolos de jerarquización social a través del espacio urbano, entonces la élite recurrió más bien “al buen hablar, los buenos modales y el manejo de un protocolo social, como fronteras entre lo que ellos consideran la civilización, su cultura y la barbarie, la del pueblo bajo y de los provincianos.” Y así, desde todo el centro de Colombia se ha determinado desde entonces con qué lenguaje somos contados, gobernados y pensados: por lo que el estándar determinó que era lo culto, lo bueno y lo educado. Pero el año pasado algo cambió. La llegada de Francia Márquez a la Vicepresidencia no fue solo una movida estratégica del ahora presidente, sino una victoria para todo lo que en ella vive y representa.

Márquez, con su instrumentalización del lenguaje, apela a la transformación de la geografía del conocimiento. A lo que Walter Mignolo llama el “uso de lo propio”. En lugar de alinearse, localizando su pensamiento en marcos que no son afines a su propia experiencia, recurre a “lo propio”, aquello que se pensaba en la periferia, para definir sus ideas y experiencias. Y sí, desde su lugar de poder ha logrado someter a sujetos hegemónicos a convivir y normalizar sus formas. Márquez es entonces la voz, la cara visible, pero detrás de ella están las provincianas, las bárbaras, las de pueblo bajo, las que perdieron la posibilidad de un puesto de poder por decir haiga, mayoras o todes.

En el país de hoy, el de Márquez, el que representa Leonor Zalabata en la ONU, el que cobija a la Red Comunitaria Trans, hay hoy una fuerza centrífuga que empieza a empujar el poder hacia los márgenes. Así que juguemos. Que tiemblen el bien hablar y los marcos de pensamiento establecidos desde el centro. Este sitio, este país, está listo para repensar sus principios.

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