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Un Estado cada vez más pequeño

Teresita Goyeneche

15 de febrero de 2023 - 09:05 p. m.

Hace un par de meses comentaba que Cartagena, como la mayoría de las ciudades medianas del país, ha sufrido los estragos de la privatización. Dije entonces, para justificar mi afirmación, que el Estado es cada vez más pequeño porque muchas de sus tareas se concesionan, porque el sistema económico global incide en sus decisiones y porque la sociedad civil es cada vez más poderosa. Ante estas declaraciones, que parecían obvias e inofensivas, algunos economicistas saltaron. Que no, que desde la Constitución del 91 el Estado es cada vez más grande, que antes de eso el gasto público no alcanzaba el 12 % y que hoy supera el 25 %. Tienen razón, sí, pero entonces me hicieron pensar en cuál es la misión del tal Estado y qué deberíamos esperar de esa figura.

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En el sentido más tradicional, el de Hobbes y Webber, el Estado es una figura que se crea como reguladora de lo público, una máquina en la que depositamos nuestra voluntad individual en función del bien común y que a su vez cuenta con el monopolio de la violencia. Como parte de su labor y hasta mediados del siglo pasado, el Estado era proveedor de bienes y servicios como el agua, la energía, la salud y la educación. En los 80, con la transición de ese a este mundo nuestro de hoy, esos bienes y servicios empezaron a ser ofrecidos por empresas privadas –o sea, sociedad civil— y desde entonces mucho del gasto público se cubre con recaudos tributarios, con la utilización extractivista del territorio y a través de alianzas público-privadas.

Si es cierto que la tasa de pobreza de hoy es envidiable en comparación con la pobreza de ayer, el Estado que se pensaba al servicio del bien común ha transformado sus funciones. La generación del neoliberalismo normalizó, por ejemplo, que hubiera mucha plata para la guerra, pero poca para mitigar las causas de base de esa guerra; o que dentro de un mismo territorio supuestamente cubierto por el paraguas del Estado se multiplicara la riqueza monetaria como nunca antes y a la vez se precarizara la vida de la mayoría. Los que defienden la privatización dicen que como el aparato público del pasado era tan negligente y corrupto es mejor esta forma. Una solución que se cae por su propio peso cuando entendemos que lo público trabaja en función de esos pocos que se enriquecen y para quienes el tal Estado sí es el refugio imaginado.

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Según la teórica política Isabell Lorey, la precarización es lo que pasó cuando accedimos a un nuevo nivel de explotación a través de la liberación de las condiciones de explotación anteriores. Nos liberamos de un mal para acceder al siguiente. Ahora el mercado es más flexibilidad y tiene opciones ilimitadas, las regulaciones son convenientes para quienes pueden invertir y los empleados manejan su tiempo. Pero también se exige autogestión de seguridad social, los trabajadores independientes trabajan más horas de las justas para alcanzar a hacer un sueldo indigno y la informalidad es la constante. En una ciudad turística como Cartagena, esa autogestión, ese sueño de independencia, hace que tu casa se convierta en un hotel para completar el sueldo y así puedas responder a la inflación que deja el turismo ilimitado; o que tu cuerpo expuesto sea tratado como carne de cañón para todo tipo de explotaciones. En apariencia hay trabajo pero no calidad de vida ni dignidad. A estas alturas pareciera que, por un lado, entre más libres, más solos; y también que lo único que puede garantizar el Estado es la inseguridad.

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Se pregunta Lorey: “¿Cómo se puede desarrollar una perspectiva política y social que no rechace las relaciones, las conexiones y las dependencias entre individuos; una en la que se imaginen y practiquen formas de autosuficiencia que surgen de la conexión con los otros?”. Podría pensarse que a través de formas democráticas como la potencialización de comedores comunitarios, la crianza en comunidad, los diálogos sociales, la descentralización de las decisiones y tantas otras formas de asociación que conecten el poder –de la colectividad, del alimento, del cuidado, de la negociación— con las necesidades de la mayoría.

En fin, sigo creyendo que medir el tamaño del Estado por el gasto público es un reduccionismo propio a los economicistas. Y además agrego que tampoco podríamos medirlo o expresarlo en movilizaciones vacías de sentido y cuidado como la que apoyó hace unos días algunas de las reformas presidenciales. Reformas que no terminan de explicar cómo efectivamente mejorarán la vida de quienes viven a medias su ciudadanía. En tanto que el Estado siga siendo un motor de precarización, un cuerpo mutilado y sin órganos, cada vez será más pequeño aunque los números nos digan otra cosa.

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