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Berrionditas, hoy le cedemos este rincón a nuestro sobrino Mario Chorlito:
Uno trabaja toda la vida para pensionarse con el sueño de ponerse a viajar, pero cuando por fin se puede retirar a disfrutar la vida se da cuenta que es demasiado tarde.
¿Qué es viajar sino conocer, comer y beber? Pues comer, no mucho porque todo me hace daño: las carnes rojas, el vino y los mariscos me alborotan el ácido úrico y me reviven la gota. O las comidas muy aliñadas me sueltan del estómago y me dan “corre-que-te-alcanzo”. Y conocer es caminar y visitar museos y catedrales, que me dejan los pies hinchados y la várice brotada y me ponen en el hostal a pedir una ponchera con agua caliente y sal de Inglaterra.
Se sale es a sufrir, dice el dicho, y vaya si tiene razón: en mi primer viaje a Europa encanecí lo que tardaría una década y me arrugué como un maracuyá deshidratado.
Ahora, ya de verdad en la tercera edad, mi esposa y yo planeamos viajar a España y el estrés comenzó comprando los tiquetes aéreos, porque uno no sabe cuándo diablos comprarlos pues dicen que con antelación salen más baratos, pero hemos comprobado que a veces con el tiempo rebajan.
Entonces uno compra los tiquetes con afán porque dice que son los “tres últimos a ese precio”, y con miedo porque toca poner la tarjeta de crédito y empiezan las dudas: ¿será una página pirata de los jákeres?
Escogida la tarifa más baja te advierten que es light y que puedes llevar solamente un morral que quepa debajo del asiento, que ya es tan estrecho que no cabe ni la billetera. Y te dan la silla que les dé la gana y no incluye cena y no tiene devolución de plata ni cambios. Mejor dicho: te refriegan en la cara tu chichipatez.
Comprado el tiquete, te vuelves a meter por curiosidad mórbida a la aerolínea para ver si rebajaron los precios, y sí: quedan los tres últimos a esa ganga, dicen. Ya arrancaste los preparativos del viaje con la rabia de que te tumbaron.
Viene entonces el sufrimiento de qué empacar en el morral que te facilitó tu nieto y donde a él escasamente le cabe la lonchera: dos mudas de ropa de una tela que seque rápido para lavar en el lavamanos de los hostales, unos tenis descansados y unas chanclas de plástico para entrar en la ducha, no sea que te peguen un hongo.
Cuando te faltan dos días para el viaje, una amiga te pregunta si ya llenaste el formato para entrar en la “chengen” y si compraste el seguro de viaje que te exigen al entrar y si llevas los extractos bancarios originales y si te vacunaste contra la viruela símica. ¿Seguro? ¿Formato? ¿Extractos? ¿Símica?
Como el viaje es un martes a la 1:30, uno cree que es por la tarde y llega muy cumplido con las tres horas de anticipación a un vuelo que ya está llegando a su destino, sin uno. Se paga la multa por cambio de vuelo y a rogar que no pesen la maleta de mano que se pasó de libras por los frascos de remedios, que son de vidrio y pesan.
Cuando uno pasa por la seguridad empieza a sufrir por los líquidos que lleva: jarabes, Milanta, suero…o la mazamorra con leche que empacó para tomar con bocadillo en el avión, pues ya sabemos que la comida que dan las aerolíneas es como para un hipertenso: insípida y poquita.
Ya en la sala de espera el sufrimiento es: Dios mío, que no me midan la maleta de mano que es de las viejas y tiene medidas más generosas, y que no me miren el morral, que lo traigo tan lleno que ya se le abrió una costura.
Se sale es a sufrir…
