SI EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA despierta tantas ilusiones en escritores que lo merecen como el argentino Jorge Luis Borges, que vivió quejándose por el tormento anual de ser un candidato perpetuo y siempre relegado, es porque se concede una sola vez por la obra de toda la vida, y porque su prestigio centenario acompaña a los elegidos hasta la muerte.
Los 18 miembros de la Academia Sueca que eligen al ganador no parecen regirse por otro criterio que el de la divisa de la institución, “Snille och smak”, es decir, “Talento y gusto”. La lista de premiados abarca todas las regiones geográficas, desde Islandia y Chile hasta Japón y Guatemala, e incluye autores con inclinaciones políticas dispares. Fueron premiados stalinistas irredimibles como Mijail Sholojov y críticos del absolutismo soviético como Boris Pasternak y Aleksandr Solzhenitsyn.
Ninguna voz autorizada de la Academia se ha alzado para explicar por qué este autor sí y aquel otro no, y tampoco nadie ha pedido explicaciones.
Durante períodos que suelen durar demasiados años, los académicos suecos se esmeran en ignorar a los genios evidentes y, con la misma suficiencia, echan luz sobre genios ocultos cuyo mayor mérito es figurar entre los elegidos.
La primera década del Nobel es un modelo de esas distracciones. Ganaron el premio algunos monumentos al olvido como el matemático y versificador español José Echegaray y Eizaguirre, el dramaturgo noruego Bjorstjerne Bjoernson y el lánguido poeta provenzal Frederic Mistral, cuando aún estaban vivos dos de los escritores más grandes de los siglos anteriores: Henryk Ibsen y Leon Tolstoi, que murieron sin premio pero en estado de gloria.
Pocos le perdonan a la Academia que haya dejado partir con las manos vacías a Borges, a Nabokov, a Henry James y a Joseph Conrad, quienes habrían podido ampliar la lista de los premiados indiscutibles junto a William Faulkner, Luigi Pirandello, Eugene O’Neill y Samuel Beckett.
De todos los premios Nobel, el de Literatura es el que responde a criterios más inasibles, sujetos a valores sin unidades de medida, como el talento y la revelación de mundos nuevos sostenidos por la simple gracia del lenguaje. En Medicina y Fisiología se sabe que los grandes descubrimientos llevan en línea recta al galardón; en la literatura todos los caminos se confunden.
Cuando los franceses Luc Montagnier y Françoise Barré-Sinoussi detectaron el virus que desencadena el sida, ya podían ver el Nobel en sus horizontes, aunque hubo algunas disputas sobre la paternidad de la investigación.
En teoría, el Nobel de la Paz —elegido por el Parlamento noruego— no debería tener margen para la duda, pero es allí donde se han dado los mayores desatinos. Es difícil aceptar que se lo hayan concedido a Theodore Roosevelt en 1906, a Henry Kissinger en 1973 (a medias con el vietnamita Le Duc Tho, quien declinó la distinción con dignidad, para evitar confusiones), a Anwar Sadat y a Menachem Begin en 1978, a Shimon Peres, Yitzhak Rabin y Yasser Arafat en 1994.
Del que más se habla, sin embargo, es del Premio Nobel de Literatura, quizá porque lleva años burlándose de las predicciones, soslayando a los escritores más grandes y complaciéndose en favorecer a los menos incómodos.
¿Quién recuerda hoy al alemán Paul Heyse, premiado en 1910; el sueco Verner von Heidenstam en 1916, los escritores daneses Karl Adolph Gjellerup y Henrik Pontoppidan en 1917, por no extender la lista? Algunos de ellos fueron famosos en su tiempo y pocas voces se alzaron para discutirlos cuando ganaron, pero ahora sus mediocridades van quedando al descubierto, como sucede con sonoras nulidades como Pearl S. Buck de Estados Unidos (premiada en 1938), la italiana Grazia Deledda en 1926 y el esforzado naturalista tardío Roger Martin Du Gard de Francia (premiado en 1937), cuyos ladrillos siguen esperando la clemencia de los años.
Hace ya muchos años que nadie asocia con la grandeza el nombre del escritor que gana el Nobel.
El Nobel al escritor francés Jean-Marie-Gustave Le Clézio sorprendió a muchos este año. En la década de 1960, su novela Le procès verbal (1963) despertó en los lectores un inmediato entusiasmo.
La escritura febril de Le Clézio, generosa en audacias formales, exponía las angustias del individuo que llegaba a las puertas de la modernidad en estado de conflicto contra la invasión de los objetos de consumo y contra el poder creciente de las masas. Tenía entonces sólo 23 años —había nacido en Niza en 1940— y su irrupción en el reino de la novela prometía liberar a los lectores de las asfixias impuestas por la escritura milimétrica del ingeniero Alain Robbe-Grillet.
Pero Le Clézio estaba dispuesto a llevar a todos los extremos su afán de libertad. En los años que siguieron a Le procès verbal se apartó de las exhibiciones literarias, abandonó París y se dedicó a dar vueltas por el mundo en busca de las culturas que no habían dejado huellas escritas. Estuvo en Panamá, en Belice, en México. Allí lo conocí en 1991, cuando pasó por Michoacán rumbo a la Sierra Madre, donde vivían los indios tarahumaras que tanto habían impresionado al dramaturgo francés Antonin Artaud.
De todo lo que dijo entonces —que no fue mucho— recuerdo la impresión que me produjo su resumen de lo que deseaba escribir: “Quisiera ir más allá del lenguaje, dejarme llevar por una poesía en estado puro, una poesía creada por gestos y por los ritmos de la danza; es decir, por el ser en ebullición”.
Es inevitable que la Academia Sueca se equivoque, pero esta vez se equivocó menos que en los 20 años pasados. El itinerario desparejo que dibujan los nombres de los ganadores es no sólo una definición del Nobel, sino también —quién sabe— del misterioso destino de la literatura.
* Novelista y periodista argentino. c.2008.