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Trelew, otro capítulo de un relato argentino

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Tomas Eloy Martínez
26 de septiembre de 2009 - 08:27 a. m.
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DOS VECES VIAJÉ A TRELEW, EN LA provincia patagónica de Chubut, pero muchas más he escrito, y acaso siga escribiendo, sobre los hechos que investigué y presencié allí durante la primavera austral de 1972. Esos hechos me cambiaron la vida.

El primero de ellos es conocido, aunque fue hace sólo cuatro años que la justicia comenzó a esclarecerlo: el 15 de agosto de 1972 un centenar de presos políticos tomaron el penal de Rawson e intentaron una fuga en masa. Seis de los guerrilleros más peligrosos se le escaparon al presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse en el avión que habían secuestrado, y pidieron asilo en el Chile socialista del presidente Salvador Allende.

Un segundo grupo de 19 fugitivos llegó tarde al aeropuerto y se entregó ante un juez. El 22 de agosto todos ellos fueron acribillados en lo que el Gobierno describía como un intento de fuga. Tres de los 19 sobrevivieron para contar cómo habían sido atacados a sangre fría.

El segundo hecho ha caído en un olvido injusto. Es el alzamiento de la población de Trelew contra el poder militar que el 11 de octubre de 1972 arrestó a 16 vecinos de la ciudad y los trasladó al penal de Villa Devoto en Buenos Aires sin explicación alguna. Los habitantes decidieron declararse en estado de rebeldía para exigir que les devolvieran sus presos. Las manifestaciones duraron tres días y no se acallaron hasta que regresó el último.

“Es una historia sin parangón”, dice uno de los protagonistas.

En Trelew se alzó casi un tercio de la población: 9.000 de los 26.000 habitantes de entonces. En la Patagonia, donde abundan las historias trágicas, son raras las epopeyas que dejan en el tiempo un eco de justicia.

En 1972, la mayoría de los habitantes de Trelew se había desterrado a ese confín de la yerma llanura patagónica para huir de una vida sin horizontes en las oficinas de la pampa húmeda.

“Vivimos sin familia pero también sin pasado”, dijo entonces la médica Celia Negrín. “Al llegar aquí nos pusimos otro cuerpo”.

La paz era tan cotidiana como las chacras del valle o los corrales de ovejas. No había memoria en Trelew de una huelga violenta, de una manifestación popular, de una vidriera rota. Pensaban que, en esa telaraña de quietud, los grandes acontecimientos los dejarían siempre a un costado, pero la historia los alcanzó cuando menos la esperaban.

A mediados de 1971, la dictadura de Lanusse envió los primeros presos políticos a la cercana cárcel de Rawson. Tras ellos llegaron los familiares, que comían y dormían en Trelew. De tanto ir y venir comenzaron a anudar amistades con los residentes. Cuando las visitas terminaban, los parientes les rogaban que no dejaran solos a sus presos, que les llevaran cigarrillos, chocolates y ropa. Lo hicieron por primera vez un jueves, día de visitas. Y el siguiente. Y el jueves de más allá. Hasta que se convirtió en una costumbre, en algo que también ellos necesitaban.

La madrugada del 22 de agosto, en Buenos Aires, el redactor que cubría la guardia nocturna en la revista Panorama me llamó por teléfono para decirme que estaban llegando cables de la agencia de noticias Télam en los que se hablaba de un enfrentamiento en la base naval Almirante Zar, donde estaban presos los guerrilleros que una semana antes se habían rendido en el aeropuerto.

Los cables se contradecían, tanto que no se podía armar con ellos una historia verosímil. El gobierno militar exigía, sin embargo, que se publicara sólo la versión oficial. Como pude, traté de dar coherencia al relato de un tiroteo con un saldo impreciso de guerrilleros muertos y heridos, y ningún lastimado entre los custodios.

Escribí: “Cuando un Estado elige el lenguaje del terror, destruye todo lo que le da fundamento e impregna de incertidumbre la vida de los ciudadanos”.

El entonces capitán de navío Emilio Eduardo Massera llamó al dueño de la empresa que editaba la revista y le exigió que me despidiera.

Algunas semanas después, ya sin trabajo, decidí viajar a Trelew para desentrañar la verdad de los hechos. Llegué a comienzos de la primavera, cuando el tiempo es soleado y el viento amaina. Fui testigo de la rebelión popular con que los habitantes respondieron al allanamiento de un centenar de casas y a la detención de 16 ciudadanos de todos los signos políticos, en su mayoría apoderados de los presos.

Se declaró la huelga general. Dos manifestaciones salieron de la plaza principal hacia los barrios más pobres, donde se movilizaron otras 7.000 personas. Los abastecimientos, la limpieza, la medicina y hasta las canciones fueron socializadas por aquellos buenos burgueses que sólo querían vivir en paz, a espaldas de la política.

Conté esa historia en La pasión según Trelew, un libro que apareció a fines de agosto de 1973 y que alcanzó cinco ediciones antes de ser quemado en la plaza de un regimiento cordobés. Volví a contarla en el año 2007, cuando el juez federal Hugo Sastre me tomó declaración en la causa que investiga la matanza de los guerrilleros y que produjo, un cuarto de siglo más tarde, los primeros detenidos.

El capitán Luis Emilio Sosa, principal sospechoso de la autoría de los hechos junto con el prófugo capitán Roberto Guillermo Bravo, se entregó el 12 de febrero de 2008. Durante todos los años en que la Marina lo protegió, se tejieron mil hipótesis sobre su paradero.

Cuando yo vivía en Washington lo imaginaba caminando por los alrededores de la agregaduría naval argentina, que figuraba como su último domicilio. Allí, cerca de Dupont Circle, estaba mi librería favorita. Nunca lo vi.

El azar quiso, sin embargo, que su detención sucediera a 100 metros de mi casa, en la avenida Pueyrredón de la ciudad de Buenos Aires. Debí de pasar cerca de él infinidad de veces, pero ahora el abismo de los años me impedía reconocerlo.

Trelew ya no se parece en casi nada a lo que era hace 37 años, cuando la vi por primera vez. El aeropuerto se ha mudado; el viejo, preludio de la tragedia, se ha convertido en un Espacio de la Memoria. La población se ha multiplicado por cuatro: los habitantes son casi 100.000 ahora. En el centro abundan los cafés, los negocios atareados, los turistas que tratan de acercarse a las ballenas en el océano próximo.

Pero las marcas del 22 de agosto de 1972 y del levantamiento de octubre de ese año han quedado para siempre.

* Novelista y periodista argentino, dirige el programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers.

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