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Una parte de los autodenominados “liberales clásicos” nos insiste día y noche en el heroísmo de los empresarios y en la inconveniencia de la legislación a favor de los trabajadores. A los primeros los pinta con floridos retóricos propios de un enamorado, mientras a la última la presenta bajo la peor luz posible.
Había un filósofo escocés en contra de esa opinión.
Se llamaba Adam Smith.
Cuando uno lo lee se da cuenta de que en su opinión los empresarios (a los cuales él llama “masters”) no son precisamente un dechado de virtud. Están en conflicto constante con los trabajadores y se aprovechan de ellos tanto como pueden.
Smith explica que los “masters” quieren pagar lo mínimo posible, mientras los trabajadores quieren que les paguen lo máximo posible. Esto con frecuencia se resuelve a favor de los primeros por dos razones. Primero, al ser más poderosos, tienen mayor influencia en el Estado. Lo anterior hace que consigan a menudo una legislación que los favorece. Para Smith, dado ese desequilibrio, la regulación a favor de los trabajadores siempre será justa y equitativa.
En segundo lugar, los empresarios, siendo muchos menos que los trabajadores, tienen gran facilidad para organizarse. Esto implica que pueden conspirar contra el público incluso sin utilizar al Estado. Por ejemplo, se ponen de acuerdo en los precios que cobrarán y, además, en los salarios que pagarán. En palabras de Smith, “los amos están siempre y en todas partes en una suerte de acuerdo tácito de no subir los salarios”.
Por supuesto, no todos los “masters” pueden hacer eso, ni todos están igual de bien organizados. Pero en nuestra propia época encontramos que eso sucede. Por eso surgió la legislación antimonopolio y anticartelización en muchos países, incluyendo el nuestro.

Para Smith, sin embargo, los gobiernos no son imparciales. Son una conspiración de los ricos contra los pobres. A los trabajadores los maltrata y castiga cuando se tratan de organizar, mientras legitima y respeta las conspiraciones de los “masters” para aumentar sus ganancias.
En nuestros tiempos más democráticos la situación varía según el país, pero tampoco podemos decir que el poder de los trabajadores y el de los empresarios sea por lo general igual.
Smith no tenía confianza ilimitada en los empresarios. Creía, además, que las altas ganancias eran negativas para ellos, mientras los altos salarios para los trabajadores siempre eran buenos. Defendía el libre mercado justo porque la competencia disminuía las utilidades y aumentaba los sueldos.
Si había un liberal auténtico que sospechaba de los empresarios y se ponía de parte de los trabajadores, ese era Adam Smith (también estuvo en contra de la esclavitud y decía que las personas esclavizadas que lograban escaparse de los amos eran heroicas). Fue, además, uno de los primeros en defender la idea de que los buenos salarios eran positivos para los trabajadores y la economía.
Es importante entender que Smith era un realista. No partía de premisas imaginarias sino de los conflictos tal y como eran evidentes en su propia época. De ninguna manera negaría que hay problemas entre empresarios y trabajadores, ni que los gobiernos tienden a favorecer a los primeros más que a los segundos (contrario a las incesantes quejas de Milei, los gremios, etc.).
Su solución la podemos debatir, pero su análisis resuena todavía en nuestra época.
