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El sentido común está en contra del conflicto político. Según parece, es uno de los peores males que puede pasarle a un país. El estado normal es el de la armonía y la unidad; el anormal es el de la división y la envidia. Este último llevaría a cosas muy malas, como líderes populistas, enemistades y declives institucionales.
Como siempre, el sentido común apunta a algo cierto, pero su mirada resulta insuficiente. Si pudiésemos confiar en sus lecciones sin más, la filosofía y las ciencias serían innecesarias. Veamos este problema desde la perspectiva de Maquiavelo y Nietzsche.
El pensador italiano había notado que en toda república hay dos clases: la de los “grandes” o nobles, y la de los “populares” o plebeyos. Cada una tiene sus propias inclinaciones. Los primeros quieren dominar, mientras los segundos solo desean no ser dominados. Esto lleva necesariamente al conflicto. Los partidos de unos y otros van a estar en oposición y esta se puede radicalizar con facilidad.
Desde Maquiavelo podemos ver que los antagonismos son esperables en una comunidad que vive libremente, es decir, a la manera republicana. Es más, uno podría afirmar que la armonía perfecta es casi siempre solo una pantalla para que la élite (los grandes) domine sin oposición alguna de los plebeyos.
Sin embargo, el conflicto entre clases debe darse bajo leyes buenas, instituciones sólidas y una clara conciencia de clase. Si se da con esas condiciones lleva a la libertad de las mayorías, así como a la prosperidad de todos, pues los plebeyos logran contrarrestar el deseo de opresión de los grandes, tal y como sucedió en la antigua república romana. Si se da bajo condiciones inapropiadas, puede llevar al faccionalismo y la desestabilización de la comunidad política.
El problema, en suma, no es que haya divisiones —estas pueden ser productivas— sino que se desarrollen inapropiadamente. En nuestras repúblicas contemporáneas preferiríamos métodos democráticos para lidiar con las tensiones y los antagonismos de clase, pero la lección de Maquiavelo es válida: los grandes y el pueblo están en polos opuestos en una república. Lo raro es que no lo estuvieran. Y quizá deberíamos ver su conflicto positivamente.
Nietzsche era un gran admirador de Maquiavelo y también vio que los conflictos pueden ser productivos. Para ello también son necesarias unas condiciones: que el objetivo no sea la eliminación del enemigo sino la competencia con él. En la “Competencia homérica” distingue entre dos diosas erinias: una lleva a disputas enconadas y a la guerra; la segunda, en cambio, impulsa a rivalizar con el otro por envidia, sí, pero productivamente: si el otro consigue riquezas, yo también las busco, etc. (Pese a que la derecha censura la envidia todo el tiempo, ¿no es esta segunda diosa erinia fundamental en el capitalismo?).
La división, el conflicto, la polarización, la envidia, en fin, pueden desarrollarse bajo la lógica de la primera diosa erinia, en cuyo caso la comunidad se autodestruirá, pero también pueden desarrollarse bajo la lógica de la segunda. Esto no llevará a la armonía perfecta, pero sí a la excelencia y la libertad. Aquí, como en Maquiavelo, dicha armonía no es el ideal.
Quizá a la envidia y al conflicto no hay que temerles tanto. Evaluemos en qué condiciones se dan y sospechemos de los intentos de crear una armonía perfecta.
