Hay libertarios inteligentes, no lo voy a negar. A pesar de las antipatías que su pensamiento me causa, reconozco que Hayek, por ejemplo, fue un pensador capaz e influyente. Pero eso no quita que el libertarianismo nos quiera volver idiotas.
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En el mundo griego, el idiota no era un tonto. Era alguien dedicado solo a sus asuntos privados, desinteresado de lo común. Un hombre separado de lo que hoy llamaríamos “lo público”. Mi apuesta es que el libertarianismo (y el neoliberalismo, ya que estamos) aspira a un mundo en el que todos seamos así.
El ideal libertario reduce lo público al mínimo. Supone que lo privado no es solo condición necesaria de la libertad –como en la vieja tesis burguesa– sino su sitio exclusivo. Lo público, entendido como un espacio donde decidimos en común sobre problemas comunes, es visto como enemigo de la libertad.
El mensaje es claro: preocúpate por lo público solo para achicarlo al máximo. Una vez consigamos el objetivo, dedícate a lo tuyo. Sé una persona privada. Deja que las decisiones privadas resuelvan todo.
Pero esto no me convence. Si desde lo público no decidimos qué regular o qué producir, cómo trabajar o cómo vivir, entonces renunciamos a un poder inmenso. El control democrático, transparente y colectivo sobre áreas centrales de nuestra vida –la economía, el medioambiente, la salud– queda anulado. No podemos votar para limpiar el aire o garantizar trabajo digno, y nos volvemos idiotas.
“Pero la billetera es la mejor democracia, el poder público no hace falta y es ineficiente”, puede decir alguien. La idea es que los consumidores “votan” con su dinero, incentivando a las empresas que hacen lo que ellos quieren. Pero esa es una visión pobre de la democracia, pues allí no hay deliberación, rendición de cuentas, o igualdad. El mercado no es un ágora, ni un congreso, ni una asamblea donde quepan todos por igual. Allá manda la plata; en lo público, la persuasión.
Dentro de los mismos privados tampoco hay democracia: allí, al empleado se le dicta desde el horario hasta cómo hablar con un cliente. Desde arriba se decide qué se cambia y qué se conserva. Ese no es un modelo de la buena vida en común, creo yo. En lo público, en cambio, podemos decidir entre todos, como iguales, por medio del discurso y la persuasión. Nos autodeterminamos. La diferencia es radical.
La reducción extrema de lo público nos vuelve idiotas: no solo en el sentido griego, sino en el moderno. Idiotas porque renunciamos tontamente al poder democrático que nos permite obligar a los privados poderosos a obedecernos; idiotas porque nos desinteresamos de lo común.
El libertarianismo, como el de Milei, promete liberarnos del Estado, pero lo que consigue es despojarnos de la única herramienta transparente, abierta e igualitaria que tenemos para defendernos de quienes mandan con mano de hierro en lo privado: el poder que surge de los acuerdos y discusiones públicas. Al final, nos deja solos, cada uno en su rincón, obedeciendo órdenes que nunca votamos.
Ese es justo el sueño de los antiguos tiranos, como advertía Hannah Arendt: que nos desinteresemos de lo público y convirtamos los viejos espacios de deliberación pública en tiendas y bazares.
No dejemos que degraden lo público para luego vendernos que solo lo privado puede resolver nuestros problemas. No aceptemos la esclavitud como si fuera libertad. No seamos idiotas.