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La delicia de apalear a los ladrones

Tomás Molina

05 de julio de 2025 - 12:05 a. m.

En los rincones oscuros de las redes sociales colombianas se celebra la paloterapia: el linchamiento de ladrones en vídeos. Los comentarios que dejan los espectadores reflejan un gran afán de violencia: «¡denle duro a ese hijueputa!», «¡solo con puños y patadas aprenden!» y «los derechos humanos son para garantizar la impunidad de los bandidos».

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¿Por qué hay gente tan aficionada a la paloterapia?

Creo que, en último análisis, la práctica es atractiva porque hacer sufrir a quienes nos han hecho un mal produce bienestar.

Este no es un defecto único de los colombianos sino algo muy arraigado en nuestra psique desde hace milenios. Como observó Nietzsche en La genealogía de la moral, desde épocas muy remotas se usa el dolor ajeno para producir bienestar, como en las ejecuciones públicas o las humillaciones que sufrían los bufones en las cortes.

Ya no hay ni bufones, ni ejecuciones públicas en la mayoría de países. Pero yo argumento que todavía encontramos bienestar en el sufrimiento de quienes han hecho daño a un individuo o una comunidad. Con los enemigos solemos ser sádicos, en otras palabras.

Voy más allá: cuando nos han hecho un mal, no hacer sufrir al responsable produce malestar.

Piense usted, por ejemplo, en el chico que disparó contra Miguel Uribe. ¿No ha visto en todas partes una gran rabia e insatisfacción porque no sufrirá en una celda? Muchos creen que debería ser juzgado como adulto, de manera que reciba el castigo apropiado (es decir, tormentoso) de su crimen. Su dolor debe compensar el daño que ha hecho.

Aquí, como siempre, también hay una cuestión de clase. El espectáculo del dolor del criminal produce grandes satisfacciones sobre todo cuando el transgresor viene de abajo. Sospecho que los crímenes de la clase alta no suelen despertar el mismo apetito feroz de violencia, a menos de que estos sean muy extremos y prolongados.

Tenemos ejemplos históricos de la ira popular satisfaciéndose sobre sus dominadores odiados, como en las jacqueries (levantamientos campesinos de la Edad Media) que traumatizaron durante siglos a la aristocracia europea. A pesar de eso, sea por las protecciones con las que cuentan, sea porque juzgamos los crímenes según la clase de quienes los cometen, hay más tolerancia con los crímenes de los más ricos.

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La paloterapia, en cualquier caso, no es inevitable. El hecho de que las cosas sean como las he descrito no significa que deban permanecer así.

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Sucede con frecuencia que aquello que creíamos parte de la “naturaleza humana” en realidad no era más que un hábito milenario. De pronto el hacer sufrir a quienes nos han hecho un mal es una costumbre que podemos desaprender.

Esto no es fácil. Hay hábitos de los que no queremos desprendernos porque nos brindan satisfacciones perversas. Y, por eso mismo, el pensamiento crítico no es suficiente para desprendernos de ellos. Para cambiar hábitos como el que describo arriba, hay que transformar radicalmente condiciones materiales, institucionales (acceso a la justicia, etc.) y sociales.

No quiero decir que debamos ser dóciles frente a quienes nos hacen el mal. Tampoco que amemos a nuestros enemigos. Solo afirmo que tal vez podemos tener otras reacciones frente a quienes roban. Quizá la paloterapia, con las satisfacciones sádicas que nos ofrece, no es un hábito que debamos conservar en una sociedad civilizada.

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Por Tomás Molina

Politólogo, doctor en Filosofía y profesor.platom___
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