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Hay quienes anhelan una época pasada en que la educación permaneció anclada en hechos puros, libre de prejuicios y al margen de la política. Rechazan a sus adversarios ideológicos por introducir la política en las aulas, creyendo que esa es una grave transgresión propia del marxismo. Por desgracia para ellos, el pasado que anhelan es solo un espejismo. La educación y la política siempre van de la mano, como nos lo muestran dos clásicos del pensamiento.
Montesquieu decía que todo régimen político necesita educar a las personas de un modo compatible con él. Piénselo de la siguiente manera: si a usted lo educan para obedecer, para creer que hay jerarquías naturales y para reconocerse como sirviente de un amo, ¿no está usted más preparado para ser súbdito de un monarca que para ser ciudadano en democracia? Y si lo educan para una comunidad de seres autónomos, libres e iguales, ¿no está usted más preparado para la democracia que para la aristocracia?
La idea ya aparece en Aristóteles. En su obra La política (libro VIII), nos dice que los ciudadanos deben ser formados para corresponderse con el régimen político en el que viven. Y si usted educa a los ciudadanos de un modo apropiado para la democracia, va a reforzar el espíritu democrático; si educa para la oligarquía, va a reforzar el espíritu oligárquico, etc.
A pesar de lo anterior, hoy abundan quienes, quizás sin percatarse, son herederos espirituales de Mr. Gradgrind, el personaje de Charles Dickens. Este anhelaba que los niños absorbieran únicamente “hechos, hechos y más hechos”. Nada que no pudiera traducirse en términos cuantitativos, nada carente de un valor económico inmediato, suscitaba su interés. La educación concebida políticamente simplemente no figuraba en su horizonte.
Esa educación economicista, empero, no es neutral. Preguntémonos para qué régimen político forma. Ciertamente no se trata de uno democrático. Un régimen que solo educa para el enriquecimiento privado, que hace a los ciudadanos desdeñosos de lo público, es el sueño de toda tiranía. Ese régimen funciona bajo la siguiente lógica: “Déjeme los asuntos públicos a mí, el tirano; dedíquese usted únicamente a enriquecerse”.
No es que la educación no deba preparar a las personas para el mercado laboral, i. e., para lo privado, sino que ese no debe ser su único propósito en una democracia.
A pesar de que no era un demócrata, Hegel nos mostró que la educación debe servir para desarrollar un carácter que valora en sí mismo lo que tiene en común con otras personas. La educación, en otras palabras, cultiva lo universal, en vez de meramente nuestras peculiaridades e intereses personales. Su propósito no es solo, como diríamos hoy, “ayudarnos a realizar nuestro proyecto de vida”, sino hacernos ciudadanos racionales que comprenden lo que tienen en común con otros, reconociéndolos y tratándolos como iguales.
Para conseguir una educación así no basta, sin embargo, una clase en el colegio. Como Aristóteles explicaba, la educación debe hacerse antes por los hábitos que por la razón. Debemos formar un carácter democrático habituándonos a reconocer a los otros como iguales. Para lograr esto, la cultura juega un papel fundamental. El colegio debe ser democrático, i. e., debería crear hábitos igualitarios, pero las artes también deberían ayudarnos en ese propósito.
No busquemos educaciones “neutrales” sino democráticas. Eduquemos para la libertad y la igualdad, no para la tiranía.
