El progreso tecnológico de una civilización conlleva un aumento en su demanda de energía. En el corto plazo, la tecnología puede hacer más eficiente el uso de energía, pero en el largo, hace que crezca. Por eso mismo, para el científico soviético Nikolai Kardashev, la clave para evaluar el nivel tecnológico de una civilización estaba en la cantidad de energía que utiliza.
Según Kardashev, hay tres tipos de civilizaciones: la tipo I domina toda la energía de su planeta; la tipo II, la de su estrella; y la tipo III, la de su galaxia. Pero esta mirada a las civilizaciones, aunque interesante y útil, no contempla un aspecto clave: la calidad y cantidad de energía que consumimos dependen no solo de la tecnología, sino también de la política.
Permítanme explicar esta idea.
La industria fósil ha llevado a cabo millonarias campañas de desinformación por largo tiempo. Por ejemplo, desacreditando a científicos que advertían sobre el cambio climático, a pesar de que sus investigaciones confirmaban su existencia. Incluso inventó conceptos como el de “huella de carbono” para hacer sentir culpables a los individuos y eludir la responsabilidad por los desastres ecológicos que causa.
Por medio de lo anterior, el poderosísimo lobby de las industrias fósiles ha logrado frenar por décadas las transformaciones energéticas que necesitamos para disminuir las emisiones de CO2. Su influencia política ha determinado la calidad ecológica de nuestras energías. Por eso, los combustibles fósiles siguen siendo subsidiados con más de siete trillones de dólares al año.
Sin embargo, la política también puede cambiar las cosas: si hoy los paneles solares son viables financieramente, se debe a que el gobierno de China decidió invertir en ellos cantidades astronómicas de dinero.
La cantidad de energía que usamos también depende de la política. Hoy existe tecnología para que cada rincón del planeta tenga acceso a energía confiable y de calidad. Podríamos aumentar la energía que producimos y consumimos si solucionamos la pobreza energética mundial, y eso se logra con políticas públicas que prioricen el derecho a la energía de millones de hogares.
En últimas, necesitamos justicia y democracia energética. La primera nos sirve para construir un sistema que de manera equitativa disemine los costos y beneficios de los sistemas energéticos. La segunda, para que todos participemos en las decisiones sobre qué tipo de energías privilegiamos, cómo las distribuimos, y quiénes se benefician de ellas, sobre la base de los derechos humanos. Con esto, llegar a ser una civilización de tipo I nos traerá grandes beneficios a todos, en vez de a una reducida oligarquía.
Ya podemos ver algunos ejemplos virtuosos de justicia y democracia energética. En Austria, por ejemplo, el pequeño pueblo de Güssing sufría de alto desempleo y era ampliamente considerado un fracaso. No contaba con infraestructura avanzada, ni con instituciones brillantes. Tampoco tenía plata. Justo por eso, el gobierno local hizo todo lo posible por reducir costos por medio de una política de eficiencia energética. La gente del pueblo votó por ello y respaldó la iniciativa. En poco más de diez años, logró recortar sus emisiones de carbón en más de 90 %, construyó un instituto que estudia las energías limpias y empezó a producir paneles solares. Ahora goza de buenas cifras de empleo, aire limpio y turismo.
¿Quién lo hubiera dicho? Hasta en política energética la democracia es mejor que la oligarquía.