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En el siglo pasado, la derecha colombiana contó con personas cultas y hábiles en el arte de la escritura. Entendían bien temas diversos como la filosofía política, la economía y las relaciones internacionales. Álvaro Gómez Hurtado fue quizá su mayor exponente. A pesar de sus hipocresías, correctamente señaladas por Antonio Caballero (v.g., decía ir contra el régimen, cuando Álvaro mismo era el régimen), nadie duda de su capacidad intelectual.
La situación, sin embargo, ha cambiado.
La vieja generación letrada murió y parece que su reemplazo, al menos en el mundo de la opinión, son algunos tecnócratas notorios —pero no notables— de gobiernos derechistas. A pesar de sus títulos prestigiosos, son profundamente incultos y sufren de una incapacidad crónica para argumentar, pensar y escribir bien. Por eso, sus columnas y tuits son vergonzosos: a veces no tienen hilo conductor, su uso del lenguaje es pobre, y de su capacidad analítica ni hablemos.
Lo que sí comparten con algunos de los antiguos conservadores letrados es la mala fe. Como Laureano, están convencidos de que todos los que no coincidan con su bando quieren destruir al país. Cualquier disenso se lo toman de la peor manera. Si usted cuestiona algo que digan públicamente, seguramente recibirá de ellos comentarios agresivos, groseros y hasta demenciales, pues no leen lo que usted escribió, sino lo que ellos mismos se inventan con malevolencia.
De hecho, estos tecnócratas notorios sufren de lo que en psicología social se llama groupthink, o pensamiento de grupo. A pesar de su prédica de la supremacía total del individuo, están metidos en una forma colectiva de pensamiento (o no-pensamiento). Consiste en la sobreestimación de su grupo, la estereotipación de todos los que no pertenecen a él como malvados o idiotas, y una incapacidad de cuestionar las opiniones de su colectivo (en parte porque también son las opiniones de su clase social).
Pero uno necesita que lo contradigan para afinar sus ideas, como decía Gómez Dávila (ese sí un gran pensador reaccionario). Y para esa afinación uno tiene que estar abierto a lo que el otro diga, es decir, no leerlo siempre desde la mala fe. Solo así puede uno integrar las contradicciones en la propia manera de pensar, superándolas.
No obstante, estos señores no registran las contradicciones porque no creen que las haya en serio. Lo que venga de la izquierda es pura estupidez, por lo que no vale la pena considerarlo. (Peñalosa es uno de los mejores ejemplos de esta violenta actitud, si es que lo podemos clasificar como tecnócrata).
Hay tecnócratas de derecha muy inteligentes y cultos. No quiero caracterizar a todo un grupo a partir de lo que sus miembros menos inteligentes, pero más visibles, dicen. Parece, sin embargo, que en el terreno de la opinión masiva destacan los que aquí señalo.
De pronto estos tecnócratas visibles fueron funcionarios capaces. Al menos ellos dicen que fueron los mejores. Lo que sí tengo claro es que sus aspiraciones intelectuales no tienen con qué sostenerse, aunque ellos pretendan comprender todo lo que hay entre el cielo y la tierra. Les toca salirse de su reducida área de experticia, leer libros (o abandonar los que recomiendan The Economist y el NYT), y adquirir habilidades de pensamiento crítico, si quieren de verdad llegar a ser lo que pretenden.
Vamos a ver cómo leen esta columna.
O mejor dicho, vamos a ver qué se inventan que dice esta columna.
