Nuestra palabra “arte” viene del latín “ars”. En el idioma de los romanos, como en el nuestro, no se refería solo a la creación de obras, sino también a la maña, a la astucia, al fraude. Y con razón.
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En las artes hay cierto engaño. El escultor puede darnos la impresión de que el mármol está vivo. Los actores pueden convencernos de que son otra persona muy diferente. La pintura engaña al espectador y le hace ver cosas que no están ahí (la Mona Lisa no nos sigue con sus ojos). El escritor nos hace creer que su ficción es real.
Lo último es claro si atendemos al origen de las palabras. Glamur significa “encantamiento que nos hace ver algo como lo que no es”. Y glamur viene de gramática. El que sabe usar las palabras puede utilizarlas para que veamos algo que no está ahí. El contador de ficciones lanza un hechizo temporal sobre nosotros. Mientras lo leemos, sus palabras parecen ser tan verdaderas como una historia real.
Los artistas, sin embargo, tienen permitido engañarnos. En general, su intención no es la de hacernos creer del todo que sus mentiras son verdaderas. Creemos en ellas solo lo necesario como para meternos en la historia o la presentación, al menos si hay, justamente, arte: astucia. El hechizo del arte tiene un efecto temporal y limitado.
Todos sabemos que la Tierra Media es un invento de Tolkien. Tampoco ignoramos que las naves espaciales de Interstellar no existen. Al disfrutar de las historias hacemos como si fueran reales, gracias al hechizo de la gramática, pero nunca terminamos convencidos de su veracidad. El mundo de la película deja de ser creíble apenas llegan los créditos.
Pero las bellas artes no son las únicas artes. El político también practica un arte: la retórica. Y usa, como el escritor o el pintor, toda clase de efectos para hacernos ver algo que no se corresponde con la realidad. Sus palabras, si son usadas con habilidad, nos pueden parecer incluso más confiables que nuestros ojos. En casos extremos, la fantasía termina reemplazando a la verdad casi por completo.
La intención de un político, a diferencia del artista, puede ser la de un engaño completo y con intenciones negras: un maleficium. Es falso que existan los elfos, pero Tolkien no pretendió que creyéramos en ellos más allá de sus libros. Solo nos parecen reales mientras leemos al escritor británico. En cambio, el político sí puede pretender un engaño más fuerte. El glamur maléfico, en su caso, quiere durar años.
Y sin embargo, la verdad insiste y lo hace justamente cuando está más reprimida. Por ejemplo, la portavoz del primer ministro israelí dijo que ellos no tenían como blanco a nadie, excepto a la población civil de Gaza. Luego se corrigió para seguir insistiendo en su fantasía, es decir, en que apuntaban a los terroristas. Pero fue una corrección falsa.
El hechizo de la gramática siempre tiene sus inconsistencias internas. Queriendo mostrar una cosa puede terminar mostrando otra. El desliz freudiano hace del político víctima de las fallas su propio hechizo, como el aprendiz de hechicero de Disney.
La mentira abunda en política, pero no olvidemos, siguiendo a Freud, que la verdad llega justo al momento de ocultarla.