Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En nuestra cultura abundan las historias que nos enseñan a ver la esencia y las apariencias como dos cosas opuestas, empezando por una famosa canción de Aterciopelados: “El estuche”.
Esta manera de pensar encierra una verdad. No deberíamos juzgar la virtud de una persona, por ejemplo, basándonos solo en su apariencia. Una persona bella puede ser horrible moralmente. Y Sócrates, un hombre considerado feo, era el más justo de todos.
Sin embargo, al menos en la política podemos ver que esencia y apariencia no son siempre opuestas. Las apariencias que un régimen político produce son su misma esencia. En la arquitectura y el urbanismo, es decir, en lo aparente, podemos ver los principios ordenadores de las formas de organización política.
Pensemos en la monarquía, el régimen en el que uno manda sobre todos los demás. ¿No vemos que los palacios reales hacen visible, en el mundo de las apariencias, la superioridad política y social del rey? Versalles, por ejemplo, estaba diseñado para dejar claro visualmente que no había nadie por encima del monarca. El edificio era un reflejo de su gloria. El trono, un símbolo de su supremacía.
Al menos en esto no hay diferencia entre la esencia y la apariencia de la monarquía: el Uno manda.
Asimismo, las repúblicas construyen amplios espacios públicos en los que los ciudadanos pueden tratarse como iguales. Su razón de ser no es de lo Uno sino de lo Múltiple: todos tienen derecho al mando. El Foro Romano y la Piazza della Signoria de Florencia son dos ejemplos ilustres de esta razón republicana manifestada en lo urbano. Más aún, el cuidado que los ciudadanos les dan a estos espacios es un reflejo de que creen en la república como idea.
La esencia de la república es al mismo tiempo su apariencia: lo Múltiple manda.
No debemos despreciar las apariencias como meros adornos o como obstáculos que nos impiden ver la esencia de las cosas. Mucho menos en la política. Por eso, el cuidado de nuestros espacios públicos no importa solo por los turistas o por nuestra comodidad inmediata. El descuido de la limpieza del Centro Histórico de Bogotá (nuestro corazón republicano), por ejemplo, con sus capas y capas de mugre, heces de pájaros, baldosas rotas, etc., tal vez revele nuestra relativa separación de lo común, de lo universal, en suma, de la cosa pública.
No basta, sin duda, con una simple limpieza del Centro Histórico (aunque es absolutamente necesaria). Su suciedad es sintomática. La eliminación del síntoma no cura la enfermedad, pero al síntoma también hay que tratarlo. Y para curar la enfermedad, tenemos la tarea de vigorizar nuestra república y las razones que la sustentan. Si los ciudadanos no creen de verdad en ella, una simple limpieza no será suficiente.
La verdad sobre nuestra república está afuera, en nuestra existencia material. No hace falta buscarla en las profundidades de una esencia olvidada. Al menos en este caso no le doy la razón a Andrea Echeverri: la esencia está en las apariencias.
***
Con esta columna termina mi primer año en El Espectador. Por razones de fuerza mayor, me veo obligado a suspenderla. Agradezco a Fidel Cano y a su equipo por traerme al periódico. También a los lectores por su interés en lo que escribo. Espero volver pronto.