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Necesitamos una revolución ética hacia el bien común

Tomás Molina

01 de diciembre de 2025 - 12:05 a. m.
“En la propuesta de Iván Cepeda está la preferencia por la virtud política: la preferencia del interés común sobre el individual”: Tomás Molina
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

Tenemos una comprensión muy pobre de la corrupción, a pesar de su centralidad en los discursos públicos, las promesas de campaña y las preocupaciones de los ciudadanos. Solemos creer que se reduce a acciones ilegales o indebidas de individuos. Corrupción es robar plata, o conseguir beneficios públicos por medios fraudulentos, y poco más.

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La corrupción, por supuesto, incluye los elementos anteriores, pero si vamos a los antiguos nos encontramos con que es más amplia: se trata de la preferencia del interés individual sobre el interés común. Como lo decía Maquiavelo, un gran lector de los romanos, un Estado corrupto es aquel en el que “las leyes, la paz, la guerra, y los tratados, son adoptados no por el bien público, sino para la conveniencia y ventaja de unos pocos individuos”.

Por ejemplo, cuando el sistema político permite que una minoría muy adinerada tenga un peso desproporcionado en el diseño de las leyes (como sucede en Estados Unidos y, en distinta medida, en casi todas nuestras democracias), el resultado son normas orientadas al interés de esa minoría y no al bien común. La captura privada del proceso democrático es corrupta, aunque no figure necesariamente en los códigos penales.

Por lo anterior, combatir la corrupción no es solo combatir la ilegalidad o las faltas éticas individuales, sino combatir un diseño legal e institucional contra el bien común.

¿Pero qué queremos decir con ‘bien común’? Podríamos considerarlo como lo necesario para que nuestros fines colectivos e individuales (libertad, prosperidad, seguridad) puedan realizarse. El Estado es un bien común, como también lo son, en conjunto, la democracia, el medioambiente, la igualdad, el erario, la justicia, la educación y la infraestructura.

Sin el bien común estamos perdidos, por lo que debemos proteger dicho bien de la corrupción sistémica, es decir, de la corrupción legal e institucionalizada que permite a unos pocos enriquecerse y beneficiarse a costa suya.

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Para esto nos hace falta una revolución ética, como la propone Iván Cepeda. Implícita en su propuesta está la preferencia por la virtud política, es decir, la preferencia del interés común sobre el individual. Y esa es la ética de la democracia, como nos lo enseñó Montesquieu y como, al fin y al cabo, lo sugiere el artículo 1 de nuestra Constitución. Con esa ética se transforma un país: sus medios, su economía, su política, su educación.

Por ejemplo, podríamos deshacer el efecto perverso que el neoliberalismo ha tenido en la virtud pública, en tanto ha minado hasta la noción misma de bien común. El neoliberalismo más radical considera, de manera errónea, que no hay más bien común que el mercado mismo. Por eso el Estado queda sin respuesta efectiva y vigorosa ante problemas graves de la sociedad; se llega incluso a considerar tiránica y “estatista” cualquier reacción estatal que no privilegie al mercado, y poco se hace por combatir la desigualdad.

Una revolución ética de izquierda implica cambiar el propósito del gobierno: pasar de un Estado capturado por intereses privados a un Estado que defienda ferozmente el bien común. Eso pasa por entender dónde está realmente la corrupción: no solo en el político que roba, sino en el marco legal que permite que unos pocos (empresarios, políticos, narcotraficantes, etc.) vampiricen el bien común.

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Por Tomás Molina

Politólogo, doctor en Filosofía y profesor.platom___
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