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Todos son bodegueros (menos yo)

Tomás Molina

15 de marzo de 2025 - 12:05 a. m.

Las personas con ideas políticas diferentes a las mías son bodegueras. ¿Por qué otra razón dirían falsedades? No puede ser que se equivoquen de buena fe. Tampoco que tengan un compromiso ético con ideas que me parecen falsas. Solo yo debato moralmente, el resto argumenta por plata.

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La actitud descrita arriba es el colmo del narcisismo. Parece una caricatura, pero cualquiera con experiencia en las redes sociales sabe que es relativamente común. Llamémosla “todos son bodegueros, menos yo”. Dicha actitud parte de lo que podríamos llamar el principio de malevolencia: suponer que los contrincantes siempre argumentan de mala fe, son corruptos, vendidos, o cualquier otra cosa despreciable.

El principio de malevolencia naturalmente parte del odio. Piénselo desde un hecho evidente: uno no juzga igual a quien ama que a quien odia. A la persona que odiamos le atribuimos las motivaciones más bajas; a la que amamos, en cambio, le damos el beneficio de la duda. Por ejemplo, creemos que la zutana que odiamos en la oficina no vino a trabajar porque es una vaga sinvergüenza. No damos crédito al reporte de que está enferma, pues suponemos que la persona miente. Ahora pensemos en la madre que ama a sus hijos varones al punto de que no les atribuye nada malo. Si sacan malas notas es culpa de sus profesores; si la novia les termina es porque es tonta.

Cualquier niño despierto de 12 años ya es consciente de que proyectamos en los demás según amamos u odiamos. Sin embargo, no pensamos lo suficiente en las implicaciones de habituarnos a interpretar a los demás a partir del principio de malevolencia. Y, en efecto, es un hábito extendido. Nadie que opine públicamente se salva de que le atribuyan las motivaciones más rastreras posibles.

Pero el odio nos vuelve cínicos. Atribuirles a los demás razones o emociones que no despierten asco nos empieza a parecer ingenuo. “Obviamente el mundo gira alrededor de la plata, el sexo y el poder, no seas inocente”, podría decir uno ante cualquier intento de pensar las motivaciones ajenas desde una perspectiva más elevada.

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Nos acostumbramos tanto a ver a los demás por medio del odio, nos volvemos tan suspicaces sobre nuestros vecinos, que la confianza en los otros no solo se esfuma, sino que se vuelve una bagatela propia de tontos. Todo el mundo es malo, excepto quizá unos pocos seres amados. Así quedamos aislados, paranoicos, y embrutecidos.

Si los demás son corruptos e idiotas, si nosotros somos los únicos genios, no nos queda sino aislarnos en nuestra amargura. La experiencia común queda rota. Lo que yo diga es incuestionable en la práctica, porque mis contradictores son todos, sin excepción, malévolos. Que se larguen del país, que se mueran, que se frieguen, pues no están a mi altura moral.

Lo público es el lugar de la disputa. Siempre será un espacio de odios y rivalidades. Pero también debe ser un espacio que permita la puesta en común de los problemas de todos. Lo público implica un mundo compartido. Eso implica dialogar y entender al otro, cosa que es imposible si partimos del supuesto de que el otro es siempre y en todo lugar un vulgar propagandista.

Tal vez la solución pase por la amplitud de la imaginación: por la posibilidad de pintar al mundo con más de un color.

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Por Tomás Molina

Politólogo, doctor en Filosofía y profesor.platom___
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