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Iglesias repletas

Tulio Elí Chinchilla

08 de abril de 2010 - 10:50 p. m.

CON INDEPENDENCIA DE CÓMO SE valore, lo destacado de esta Semana Santa fue la desbordante asistencia de creyentes a las ceremonias de la Pasión de Cristo. La estrechez de todos los espacios dedicados a socializar vivencias piadosas demostró el auge del sentimiento religioso, como un fenómeno universal de nuestros días.

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Algunos podrán ver en esta reactivación de la fe religiosa un retroceso en el proceso de laicización de nuestras sociedades y un peligro para el Estado aconfesional. Pero frente a esta postura hiperracionalista cabe preguntar: ¿por qué no valorar esta exacerbación de lo sacro y trascendente del ser humano como una forma de riqueza espiritual y cultural? ¿No podrá ser saludada esta renovada religiosidad como un ingrediente valioso en la construcción de convivencia armónica y cooperación solidaria?

Hace unos años el padre De Roux habló del vacío dejado por la decadencia de la moral católica (reducida a simple ceremonia externa), sin que tal carencia hubiera sido llenada por una “ética civil”. Pero, si la visión cristiana, con su poder motivador, lograra moldear la conducta social y orientarla hacia sus más caros valores (la paz, la fraternidad, la comprensión por el sufrimiento y el respeto a los demás), tendríamos asegurada una (al menos una) de las claves de la cultura constitucional. Es que el mensaje evangélico contiene en embrión buena parte de los cimientos morales y emotivos del Estado social. Y en ciertos contextos, esta conciencia ciudadana difícilmente logra arraigar sin un fermento espiritual tan conmovedoramente igualitario y contrario a toda intolerancia y estigmatización, como el que entraña el cristianismo.

La Constituyente de 1991 reconcilió la libertad de conciencia y culto —que incluye el derecho al ateísmo militante— con el hecho sociológico de una mayoría creyente. Entonces invocó la protección de Dios en el preámbulo e instituyó el juramento teísta en el rito de posesión presidencial (“juro a Dios…”). Con similar inspiración la Corte estadounidense no encontró confesional la inscripción “In God we trust” de los dólares (cuestionada por la Asociación de Ateos). Tampoco nuestra Corte calificaría de contrario al Estado laico el que la mayoría de nuestros festivos tenga un fundamento católico. Lo importante es que ni la mayoría tenga derecho a convertir en verdad oficial su credo, ni la minoría se crea con el derecho a agredir la esfera más profundamente sensible de la conciencia colectiva mayoritaria.

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Que es posible profesar creencias místicas sin estigmatizar las ajenas lo demuestra la Oración Universal de Viernes Santo de la liturgia católica. Rompiendo la tradicional postura condenatoria de toda vía no ortodoxa de “salvación” el nuevo texto reza: “Oremos por los que no creen en Cristo: los musulmanes, los budistas, los hinduistas, los hombres y mujeres de todas las religiones. Para que, iluminados por el Espíritu Santo, encuentren también ellos el camino de la salvación. Oremos por los que no creen en Dios: por los que no lo conocen, y por los que, conociéndolo, no se sienten atraídos a la fe. Para que por la rectitud y sinceridad de su vida alcancen el premio de llegar a él”.

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