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NO ES UN ASUNTO POLÍTICO O ECOnómico lo que ha dividido a los italianos en estos últimos meses. en estos últimos meses.
Es una cuestión puramente ética, aunque vertida en formato de problema constitucional. ¿Qué tiene prevalencia: la vida del paciente en estado de coma vegetativo irreversible, o la autonomía del sujeto libre que en su momento prefirió una muerte digna a soportar una vida artificial despojada ya de valor y dignidad?
Dilema moral que ya agrietó el sistema de gobierno parlamentario al enfrentar a los dos jefes del poder ejecutivo. De un lado el Consejo de Ministros, liderado por Berlusconi, quiso impedir, mediante decreto ley (y luego mediante proyecto de ley de urgencia) la eutanasia por desconexión de la alimentación nasofaríngea a una paciente cuya vida inconsciente se ha prolongado durante 17 años. Del otro, Napolitano, Presidente de la República, como Jefe de Estado se negó a firmar el proyectado decreto, alegando la inconstitucionalidad de éste.
También la autoridad papal entró al debate al condenar como “homicidio” el procedimiento de eutanasia, autorizado unos meses atrás por el Tribunal Supremo. Con lo cual desafió el sentimiento moral de la mayoría italiana que aplaudió la decisión judicial como la única idónea para evitar el sufrimiento de quien ya no disfruta una vida digna y el de su familia.
Late en el fondo de esta discusión un arduo problema de filosofía ética: ¿Qué ha de entenderse por dignidad humana? ¿Cuál es el contenido de este valor supremo y soporte axiológico de los derechos fundamentales? Asunto este cuya solución racional presupone la adhesión a sólo una de las dos concepciones, no siempre coincidentes, que han alimentado la cultura occidental: la visión humanista cristiana y la liberal ilustrada del ser humano. O entendemos, con Santo Tomás de Aquino, que toda manifestación de vida humana encarna una dignidad intangible (en cuanto criatura racional, hecha a “imagen y semejanza de Dios”). O entendemos, con Kant, que la dignidad intrínseca a toda persona deriva de su excelsa calidad de sujeto moral (que lo convierte en un fin en sí mismo y no un simple medio al servicio de otros fines, por importantes que éstos sean).
Al no existir un criterio lógico para canonizar como verdadera sólo a una de estas cosmovisiones y descartar por falsa la otra, surge un problema aún más complejo de naturaleza institucional. ¿Quién ha de desatar tan insoluble antinomia y sobre qué fundamento racional? Cualquier opción que se ensaye resultará insatisfactoria. En manos del primer ministro, del Parlamento o del pueblo en referendo, cualquier decisión sería la imposición de una mayoría electoral cuya opinión genuina es dudosa, según demoscopia reciente. En manos del Presidente, acabaría por resquebrajar aún más la “unidad nacional” que él simboliza. En manos del tribunal constitucional, cualquier fallo —liberal o conservador— será criticado como el prejuicio moral de “una docena de ancianos de mediana o escasa inteligencia”, que no representan más que a ellos mismos (según descripción de la Suprema Corte estadounidense, dada por Jeronme Frank). Aún desechando posturas confesionales ¿Puede reclamarse fidelidad a textos deliberadamente ambiguos, de los que es difícil derivar una definición unívoca de dignidad humana? El problema práctico perdió actualidad, la perplejidad teórica sigue.
