EL DIVERTIDO ENTRETENIMIENTO del karaoke —dispositivo amplificador de la voz de un cantante (normalmente aficionado), sobre un acompañamiento pregrabado, y que va mostrando el texto de la canción en una pantalla— se ha popularizado.
No hay fiesta o reunión familiar en la que no se le utilice. Hoy los sitios de moda son los pub karaoke y en el Japón, país de origen, se ha convertido en el pasatiempo preferido (como, con cierta sorna, lo sugiere la cinta Perdidos en Tokio).
El atractivo de tales aparatos puede residir en que es una manera muy práctica de satisfacer la necesidad espiritual, profundamente humana, de cantar, al tiempo que se realiza el sueño escondido de sentirse todo un vocalista con un buen respaldo orquestal. Dicen que en nuestra filogénesis el canto precedió al lenguaje hablado. Esa posibilidad que otrora las agrupaciones musicales (duetos, tríos y orquestas) brindaban a aficionados y espontáneos de las fiestas al invitarlos a cantar con su acompañamiento instrumental, hoy la garantizan generosamente los karaokes, incluso con la posibilidad de adaptar la tonalidad al registro del usuario.
También es moda dominante traer a las fiestas orquestas electrónicas con su diversidad de preciosos, casi reales, sonidos pregrabados (trompetas, saxofones, baterías, congas, contrabajos, violines, etc.); conjuntos cuyo único componente humano es un cantante, un dueto, un trío y hasta un cuarteto, que hacen su show en vivo. En esta tecnología —secuencias MIDI— los músicos de carne y hueso son reemplazados por una simple memoria electrónica (USB o iPod), ayudada por un potente equipo de amplificación. Incluso los coros de las canciones ya vienen dados en estas pistas digitales, de tal manera que todo el mundo es feliz fingiendo que allí delante tiene a una orquesta completa.
Todas estas novedosas tecnologías del arte serían maravillosas e inobjetables si no fuera porque acarrean una realidad triste y dolorosa: la prescindencia del músico humano, hoy cada vez más relegado a la desocupación o al subempleo. Tras la seductora oferta de bajar los costos de una fiesta (de un matrimonio, de una misa), la gente prefiere la orquesta digital de músicos pregrabados a un grupo de artistas exultantes de emoción que con sólo mirarse entre sí potencian su fuerza interpretativa (la comunicación intersubjetiva es la clave de un grupo musical). Entonces aquellos buenos músicos que los sábados de hace veinte años debían multiplicarse para atender sus compromisos, hoy gozan de forzoso descanso los fines de semana y deben completar sus ingresos con el rebusque de clases particulares.
Tal suplantación del ser humano por la máquina comporta también un costo estético: la desmejora en la calidad de la música popular festiva. Aunque aquellos artilugios hacen fácil el disfrute y permiten al show-man vender más ventajosamente en el mercado del arte sonoro, ese sacrificio del factor humano termina ofreciendo sólo una realidad artificial que transmite mensajes cada vez más pobres, porque sus “intérpretes”, fantasmas sonoros, ni siquiera corren el riesgo humano de equivocarse en una nota.