DOS SISTEMAS PARALELOS DE SALUD rigen en Colombia: el de la Ley 100 de 1993 (con sus numerosos decretos reglamentarios) y el construido por nuestros jueces mediante jurisprudencia de la Corte Constitucional y de las demás altas cortes, acatada por toda la judicatura.
El primero traduce la concepción de la empresa de salud, con prevalencia de los conceptos de racionalidad económica: costeabilidad, eficiencia y utilidad mínima. El segundo expresa los valores del humanismo social (de raíz católica, socialdemócrata o cualquiera otra), con prevalencia de los principios de dignidad humana y solidaridad ante el dolor.
Gracias a las mil sentencias dictadas a diario por los jueces, las personas logran acceder a mucho más que precarias asistencias de salud y hacer valer el derecho al “más alto nivel posible de salud física y mental”, consagrado en el Pacto de Derechos Económicos y Sociales de la ONU. De esa manera se ha logrado que la salud sea un derecho fundamental –con eficacia judicial– en cuatro supuestos: en los niños, en población vulnerable (ancianos, discapacitados), en caso de riesgo para la vida u otro derecho fundamental (como el trabajo), y en cualquier caso respecto a los servicios de salud contenidos en el Plan Obligatorio de Salud (POS).
El ideal del Estado social no es que la salud esté en manos de la Rama Judicial. Garantizar a toda persona los mejores servicios de salud es tarea del legislador y el Gobierno, mediante políticas públicas. De allí los comentarios irónicos que, desde la perspectiva europea, suscitan nuestras audacias jurisprudenciales en derechos sociales. Sin embargo, el contexto socio-político colombiano justifica este nuevo constitucionalismo social, aunque suene poco ortodoxo. Cuando las instancias políticas y administrativas indolentes omiten injustificadamente proteger un derecho fundamental sólo queda el recurso al juez.
Un caso reciente ilustra este tema. Según la Sentencia T-321 de 2008, todo recién nacido tiene derecho a que su EPS le suministre en forma gratuita las vacunas del neumococo (contra la neumonía) y rotavirus (contra enfermedades gastrointestinales). Antes de esta providencia, por cada una de las cuatro dosis de estas vacunas el niño debía pagar ciento noventa mil pesos, ya que ellas no hacían parte del Plan Obligatorio de Salud, contenido legal mínimo de este derecho. El sistema legal desigualaba y excluía.
En vez de quejarse de la “tutelitis” y las cargas financieras que ella comporta para “el sistema” (léase empresas), el Gobierno debería proponer al Congreso los mecanismos coercitivos necesarios para hacer imperioso el cumplimiento inmediato –sin necesidad de tutela– de ese conjunto de reglas de creación pretoriana sobre salud. Así, por ejemplo, la EPS que obligara al usuario a “entutelarla” no debería tener el derecho a repetir contra el Fondo de Solidaridad y Garantía, ni a cobrar a aquel las cuotas moderadoras durante algún tiempo. Una armonización legal entre los dos sistemas ya debía haberse hecho.
Las sociedades tradicionales de cultura no occidental preservan siempre un ámbito de objetos y prácticas pertenecientes a un orden casi sagrado, sin valor de cambio. Con un sentido similar el Estado social debería sustraer de la lógica económica a gran parte de los tratamientos de la salud y ubicarlos en el dominio de la solidaridad socialmente organizada.