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Nostalgia de las plazas de mercado

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Tulio Elí Chinchilla
29 de diciembre de 2011 - 11:00 p. m.
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Quienes habitamos grandes urbes y ciudades intermedias nos hemos venido alejando de un lugar que nos reconciliaba con la vida: las pequeñas plazas de mercado, las tradicionales plazas minoristas.

Aunque hasta muy avanzado el siglo pasado fueron escenario nuclear de interacción social en la vida cotidiana, hoy estos mercados mantienen su antigua vitalidad sólo en ciudades pequeñas y pueblos.

En la formación de ciudades, villas y poblados del mundo español e hispanoamericano las plazas de mercado constituyeron el centro de gravedad de la dinámica social, nucleaba la comunidad de vecinos, tanto como los templos o a veces más que éstos. Este lugar, generalmente situado a la entrada del poblado y originalmente denominado Plaza Mayor, prefiguró la noción de espacio público y atraía por igual a humildes y encopetados.

El mayor atractivo de las placitas de mercado reside en que mantienen intacta la relación personalizada y profundamente humana entre el comprador y el comerciante. Lo cual contrasta con el frío escenario de los grandes supermercados, cuyo modus operandi de autoservicios los asemeja a máquinas dispensadoras de productos empacados. En cambio, el vendedor de plaza, aunque poco entrenado en marketing, es un experto conocedor de todos los detalles de lo que ofrece; un pequeño comerciante, verdadero profesional en asesorar al cliente y en suministrarle los datos relevantes para una informada decisión; alguien que se toma el trabajo de recomendarnos lo que nos conviene adquirir, que conoce aspectos tales como la procedencia de la fruta, las propiedades de la planta medicinal, el material del canasto y los riesgos de deterioro de la mercadería ofrecida. En este mercado la diversidad de precios de un tipo de producto no será un misterio indescifrable.

En la placita siempre recibimos ese trato familiar que se expresa en frases tales como: “claro, mi amor, se la dejo en tanto”, “no, mi reina, lleve mejor este”, “amigazo, los puede llevar con toda confianza”. Allí el regateo es válido y traduce una relación de confianza y buena fe entre las partes de la transacción; la rebaja y la encima (o encime) denotan benevolencia y generosidad ajenas a toda mercadotecnia atrapadora.

Las modernas costumbres de consumo dificultan disfrutar el “lujo” de mercar en tales plazas. Pero éstas se vuelven imprescindibles cuando requerimos de productos poco usuales, tales como hojas de bijao o de plátano (cuando a nuestra madres o abuelas les da por hacer tamales o fiambre campesino), huevos criollos, un canasto o una matera, o una planta medicinal (zarzaparrilla, grama de río, diente de león).

El buen visitante de nuestra geografía —distinto al turista de las cámaras fotográficas— ansía conocer la plaza de mercado del lugar a donde llega y compra en ella algún producto atractivo. El olor a yerbas aromadas y a especias, característico de un pequeño mercado, dice mucho sobre una población, mucho más que merodear monumentos oficiales evocadores de batallas y frases fabricadas o curiosear por altares e imágenes religiosas.

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