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Trabajo en casa

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Tulio Elí Chinchilla
26 de enero de 2012 - 11:00 p. m.
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Las oficinas de talento humano de algunas entidades públicas y empresas privadas han venido estudiando la posibilidad de sustituir toda o parte de la jornada laboral de sus empleados y trabajadores por el trabajo de éstos realizado desde la casa.

Ya esta modalidad laboral tiene nombre: “teletrabajo”. ¿Será este uno de los cambios de la era cibernética y de la virtualidad, que impactan de manera radical en todos los ámbitos de la sociedad? ¿Se estará empezando a cumplir una de las profecías de Alvin Toffler en La tercera ola (1979), cuando vaticinó para la era postindustrial el final de las aglomeraciones de trabajadores en factorías y oficinas?

Esta mutación en la organización laboral es atractiva y posee aspectos bondadosos para empleadores y empleados y, además, promete beneficios para el bienestar general. Pero, de otro lado, puede acarrear efectos negativos que deberían considerarse y conjurarse al acogerla y proyectarla como política pública.

Laborar desde la casa humaniza el trabajo, lo rodea de condiciones más dignas: quita la pesada carga del desplazamiento al lugar de trabajo y así el trabajador recupera dos o tres horas al día; ahorra el costo, el estrés y las incomodidades del transporte; evita la presión psicológica y la conflictividad generadas en la convivencia cotidiana con colegas, compañeros y jefes; permite desarrollar la labor al ritmo y biorritmo de cada cual, bajo la inspiración de unos objetivos trazados, y sin el control de un capataz “respirándole en la nuca”.

Para la organización socioeconómica, el teletrabajo alivia los problemas de movilidad urbana y de contaminación originados en el desplazamiento de millones de personas por día. También puede contribuir a la mayor eficiencia y productividad de la fuerza laboral y a una reducción de los espacios e infraestructuras destinados a albergarla.

Sin embargo, la autonomía que ganaría el trabajador en su actividad productiva, al desdibujarse un poco el lazo de subordinación entre él y su empleador —típico de la relación laboral—, puede abrir la puerta a nuevas tendencias de deslaboralización de las relaciones de trabajo. Por ello, la adopción del trabajo en casa debería estar acompañada de salvaguardas que eviten su utilización como otra forma torcida de desmontar las garantías sociales de servidores públicos o privados. Que no suceda como con el contrato administrativo de servicios personales, figura jurídica desvirtuada para escamotear las relaciones de trabajo y eludir las obligaciones sociales.

El “teletrabajo” debería ensayarse con mesura y progresivamente, más bien como una forma de flexibilizar nuestras rígidas y extensas jornadas laborales y sólo como modalidad de tiempo parcial (uno, dos o hasta tres días por semana). No parece aconsejable borrar de un tajo toda separación entre el espacio laboral y el familiar (el derecho al descanso exige desconexión total con las obligaciones profesionales), ni sería justo imponer al trabajador que asuma de su propio bolsillo todos los elementos insumos de la labor (computadores, internet, papelería, etc.).

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