Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La entrega anual de los Premios Óscar nos devuelve a todos a las puertas del cine. Haciendo fila delante de la entrada, comiéndonos expectantes nuestras palomitas de maíz y finalmente sentados en la negra oscuridad de la sala, recordamos lo mucho que nos gusta ir a cine, o cómo nos encanta cuando apagan las luces y todos hacemos silencio. Mientras tanto miramos el mundo que imagen tras imagen transcurre delante de nuestros ojos, como una fantasía o como un sueño que permea la realidad. Y es que el cine tiene un extraño efecto sobre todos nosotros: rompe todo tipo de barreras culturales, y de forma masiva, nos une en una misma comunidad que desde cualquier parte del mundo puede comprender el mensaje visual que nos trasmiten directores, productores e intérpretes.
El escritor argentino Roberto Artl, a principios del siglo XX, cuando el cinematógrafo infestaba las mentes de cada capital y provincia de la República confederada de Argentina, escribió para el diario El Mundo algunas crónicas sobre cine, que no retrataban tanto las obras como tal, sino más bien las costumbres, los hábitos y las ensoñaciones que se creaban alrededor de la gran pantalla. En una de estas crónicas Artl describe con estas palabras los efectos del cine sobre el público: “En África he visto a los indígenas de Tetuán reaccionar frente a una película de pistoleros con el mismo entusiasmo que los vecinos de un extramuro porteño. ¡Tan penetrante es la maravilla del cine! ¡Tan extraordinaria la identidad de los sentimientos y las pasiones humanas, a pesar del mito de rarezas y religiones!”.
Mientras nosotros observamos desde la quietud de las butacas, el cine crea comunidades imaginadas que comparten de forma misteriosa las emociones, los deseos, los amores y las tristezas de los personajes de la pantalla. El séptimo arte crea una gran colectividad que, al tratarse de entretenimiento masivo, se identifica de una forma o de otra con lo que ocurre en las obras cinematográficas.
En una suerte de ilusión vaga, el cine puede presentarse como la materialización de una fantasía inquebrantable, como un ensueño que hace vagar nuestras esperanzas. Cuántas jóvenes mujeres, en los años 30, no soñaron con parecerse a Greta Garbo y vivir en carne propia las desgarradoras y felices historias de amor que la actriz representaba en sus películas. Cuántos hombres de generaciones posteriores no fantasearon con Brigitte Bardot o con la bella Marilyn Monroe, amante del presidente Kennedy. Cuántos hoy en día no sueñan con la felicidad que se nos vende en las pantallas de cine, que de una forma rara y hermosa, pero a la vez espeluznante, contrasta de forma irrefutable con la realidad que nos circunda. Porque el cine, como algunas otras manifestaciones, más que un descubrimiento técnico o una gran arista en la historia del entretenimiento, es una máquina de sueños que despierta nuestros deseos más profundos como individuos y como colectivo.
Pero, además de librar nuestra mente y de abrirnos los ojos a realidades que misteriosamente nos pertenecen a pesar de estar tan lejos de nosotros, el cine también busca acercarnos a nuestra identidad más real. Cuántos hombres y mujeres no vieron a Charlie Chaplin en Tiempos modernos o en algún otro de sus éxitos, y se sintieron identificados con las peripecias de ese hombre pequeño, tan común y corriente, tan parecido a nosotros en el rostro, en los quehaceres de la vida diaria, en la cotidianidad rampante que se deshace de nuestro tiempo y de nuestra vida, minuto a minuto, segundo a segundo del imparable reloj. Y a pesar de reírnos con sus gracias, todos terminamos pensando en la cómica fatalidad de nuestros tiempos.
En este orden de ideas, el cine es un arte hondamente revolucionario, que de forma extraña despierta en nosotros una suerte de inconformidad, una suerte de bovarismo que nos imparte una momentánea rebeldía con respecto a la realidad que nos rodea. Nuestras formas de percibir el mundo, pero sobre todo de percibirnos a nosotros mismos, han cambiado gracias al cine, que con su intrusión masiva dentro de la sociedad nos lleva a cuestionarnos más que todo sobre cómo estamos llevando el fardo que llamamos vida. De hecho, Arlt, en otra de sus crónicas, decía: “De lo que no me queda ninguna duda es que el cine está creando las modalidades de una nueva psicología en el interior. (…) Abrigo la seguridad de que son numerosas las muchachas que en una tarde de domingo, en estas ciudades de provincias, al salir del cine, se dicen: No, así no se puede seguir viviendo. Hay que tratar de resolver esto”.
Es así que desde sus orígenes más remotos, el cine nos siembra inquietud, y día tras día, película tras película, cada vez que la luz se apaga en las profundidades de una sala en cualquier parte del mundo, las imágenes que pasan en la pantalla nos invitan a salir de nuestro letargo y a renacer en un despertar colectivo. Si de casualidad ahí adentro tenemos la sensación de que alguien nos mira, recuerden que serán siempre las pupilas de nuestros propios ojos que se abren a una nueva realidad.
