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El camino de un artista a menudo es ambiguo. A veces se oscurece cuando solo quiere recorrer los senderos de la fama. Otras veces se vincula a los deseos tristes del ego, y muchas otras se pierde en una continua insatisfacción. Es difícil ser artista: descubrir esa llama que baila en nuestro interior no es tan fácil de sobrellevar o de soportar. El artista, tarde que temprano, descubre sus capacidades camaleónicas y metamórficas y se da cuenta que la acción artística puede llevarlo a apoderarse del mundo que lo rodea.
Sin embargo, un verdadero artista, además de desarrollar su técnica, aprovecha dicha cualidad descubriendo que en sí mismo reside el mundo entero. El artista puede ser fuego, ser agua, ser tierra; adoptar las vestiduras de un anciano, de un mendigo, de un niño desvalido; de un poderoso empresario o de una mujer ama de casa; de un oso, un perro, un lobo o un pez que aletea en el agua. El actor rebusca en sí mismo el significado de cada personaje, objeto o situación, y lo extrapola a través de sus gestos y de sus palabras. El pintor intenta dibujar el alma de lo que pinta. El bailarín hace de su cuerpo una emoción plástica. El músico extrae el sonido de cada objeto que lo rodea y de cada sentimiento que lo perturba. El artista, en otras palabras, está en pleno contacto con el mundo, descubriendo que ese universo que parece tan inmenso en realidad reside en los recovecos de su alma.
Esa consonancia entre el mundo interno y el externo es la clave del éxito de toda obra de arte: de ahí viene la conmoción del público. La experiencia que el artista representa en la escena o en el lienzo resuena, o tiene consonancia, con la experiencia del espectador. Es esa la misión del arte: hacernos caer en cuenta que nuestro ser individual está conectado con la inmensa realidad que nos rodea. Somos más parecidos al anciano, al mendigo, al niño desvalido, al animal que sufre, a la arena del mar y al viento de las montañas de lo que en realidad creemos.
Grandes artistas nos han enseñado esta cualidad. Por ejemplo, Isadora Duncan, fundadora de la danza moderna, logró entender que el ballet clásico, a pesar de ser bello, no se correspondía con la verdadera naturaleza de la danza. Un día, mientras acompañaba a su sobrina a la playa, notó cómo la pequeña niña danzaba imitando el viento y las olas del mar. De esta forma, Isadora percibió que la verdadera esencia de la danza estaba en vincularse con la naturaleza, con el mundo exterior, darle profunda escucha y extrapolarlo a través de los gestos del cuerpo. Pero el descubrimiento de Isadora va todavía más allá: observando a su sobrina imbuirse en la naturaleza, la bailarina se da cuenta de que cada quien tiene su propia versión de lo que es ese universo en el que vivimos. El arte es un gran abanico de interpretaciones y un mundo entero de creaciones múltiples.
En mi esfuerzo por descubrir al público los distintos usos del arte, la revelación de que el arte nos vuelve más empáticos puede ser controversial. En esta realidad imbuida de individualismos, de egoísmos y fronteras, el estudio de las artes puede abrir la posibilidad de que nos entendamos, cuando para muchos conviene que sigamos jerarquizando y creyéndonos más o menos importantes de lo que somos.
@valentinacocci4, valentinacoccia.elespectador@gmail.com
