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Todos los pueblos, independientemente de las condiciones más acérrimas de hambre, ignorancia y pobreza, nacen con una noción básica de lo que es justo y de lo que es injusto.
En las remotas montañas de la hermosa isla de Sicilia, perfumada de naranjos en flor, vagaban errabundos los heroicos bandidos, desertores de la tiranía perenne de las baronías, jueces de la autoridad máxima, víctimas de la fragmentación de la tierra. Sin pertenecer a nadie ni a nada, el bandido siciliano se hacía propietario de todo a través de una violenta protesta individual, que buscando la justicia por su cuenta, no toleraba la pesada autoridad de la ley, los abusos de los fuertes contra los débiles o los de los ricos contra los pobres.
Esta imagen mítica del bandido puede decirnos mucho sobre las relaciones sociales y las condiciones económicas y políticas para que pudiera darse este fenómeno de insurrección individual. La heroicidad del bandido en la antigua Sicilia de las baronías, su admirada rebelión y la relación cercana con los desventurados lugareños, nos habla de una moralidad inminente alrededor del crimen. En el caso siciliano, la rebelión del bandido contra las autoridades no lo encerraba dentro del círculo de la delincuencia sino dentro del círculo de la heroicidad. Esta inflexión de tipo moral también nos dice mucho sobre la clase de sociedades en las que se daban este tipo de fenómenos. Evidentemente, se trataba de sociedades dominadas por gobiernos autoritarios que no mostraban interés en los estratos más bajos, que de una manera u otra, quedaban desprovistos de todos los cuidados básicos. Entonces, la relación de los lugareños con estos bandidos se establecía con el propósito de buscar un intermediario entre ellos y el gobierno autoritario, intentando, a través del bandido, restaurar la justicia y el equilibrio social. Ahondemos un poco más en el contexto siciliano para comprender los orígenes de este fenómeno.
Durante la época borbónica, Sicilia estaba dividida en baronías, que se correspondían con la voluntad y el servicio a las entidades estatales del reciente Imperio Español. Al ser una provincia relegada, las estructuras feudales permanecieron como estructuras de larga duración, que aún en los albores de la edad moderna, no mostraban signos de envilecimiento. Sin embargo, hay dos aspectos, uno tradicional, y otro moderno, que debemos tener en consideración a la hora de hablar de bandidos o individuos insurrectos. En primera instancia, el descubrimiento de América, en su estructura más amplia, le demostró al hombre moderno que todo orden dado era seriamente cuestionable; inclusive la organización feudal, que planteaba como ícono de poder a un superior cuya autoridad era inquebrantable. El auge de la era moderna, entonces, podía hacerle pensar al siervo que podía tener posibilidades de surgir y alzarse de dicha condición utilizando cualquier método, inclusive la violencia, el robo y la estafa. Por otro lado, está el elemento tradicional, que advierte que desde los tiempos más remotos del feudalismo, los grandes señores se servían de bandidos para solucionar sus conflictos políticos o económicos. Es así que el bandido, en la era moderna, no sólo tenía la consciencia de insurrección, sino que además ya tenía los vínculos necesarios como para manejar a la perfección su propia actitud rebelde: conocer a los estratos superiores y además moverse también en la línea del pueblo lo posicionaba en un lugar muy provechoso, y mal que bien, bastante poderoso.
A pesar de que estas armas jugaban a su favor, los bandidos sicilianos tenían el problema de la modernidad emergente y del capitalismo que comenzaba a crecer como fuerza económica. En efecto, de este mismo problema se levantaba su insurrección, pues los barones estaban siempre dispuestos a aplaudir a los propietarios extranjeros para que les garantizaran el mantenimiento de sus riquezas y honores, incluso a cambio de la servidumbre y miseria del pueblo. Esto rompía completamente con la confianza que el siervo depositaba en el barón, que se veía obligado a alimentar y proteger a su familia a cambio del servicio que el siervo le prestaba. Pero el barón contaba con toda una milicia que se aseguraba a de que los códigos feudales, por parte de la servidumbre, se cumplieran a cabalidad. El campesino que robaba o que se sustraía a alguna de las leyes del código, debía responderle al barón en persona. Además, las insurrecciones o revueltas eran reprimidas a menudo, reduciendo a los campesinos al vagabundeo y al saqueo en tiempos de escasez y carestía.
Estas condiciones dieron origen al bandolerismo en la isla. Estos bandidos, generalmente eran campesinos o plebeyos y se refugiaban en las montañas del interior de Sicilia. Para muchos era más provechoso vivir permanentemente en esta condición, pues además de gozar de los privilegios de la libertad, también podían garantizarse, por sus propios medios, la cobertura de las necesidades básicas. Muchos de estos bandidos, tales como Antonio Testalonga, Antonio Catinella o Rizzo di Saponara alcanzaron a posicionarse adecuadamente, encontrando apoyo bien sea en los más altos círculos de la baronía, bien sea en los estratos mayores del clero.
Aunque tal vez esta noción del bandolero parezca demasiado romántica, fue válida para Sicilia durante esta época específica, sembrando ya un espíritu de rebelión e inconformidad entre los estratos más bajos de la sociedad rural y urbana.
