El conocimiento de la patria es esencial para gobernarla: saber cuáles son en verdad sus carencias, cómo vive un habitante promedio, haber visitado campos y ciudades y conocer cuáles son las necesidades de sus gentes es esencial para poder tomar decisiones que marquen una ruta fija o un camino. Haberse empapado del país y estar seguro de amarlo profundamente deberían ser las características intrínsecas a cualquier líder. Sin embargo, en Colombia no contamos con dirigentes de esa clase en el gobierno. Fue apabullante el relato de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez sobre cómo adquirió su casa: contó que era una casita pequeña, de “nada más” doscientos metros, y que luego gracias al “trabajo esforzado” de ella misma y de su esposo la fue ampliando. Me pregunto si tales afirmaciones son solo cinismo o si realmente personas como la vicepresidenta y todos los de su casta desconocen que la mayoría de las personas en este país residen en espacios inferiores a 30 metros cuadrados; y no hablamos de solteros viviendo en apartaestudios sino de familias completas hacinadas en una habitación.
Aunque no tengo la absoluta certeza de que la vicepresidenta no está siendo cínica, supongo que sus afirmaciones se deben a la completa ignorancia de las condiciones en las que vive la gente del país. En Colombia hay muchas personas que crecen y viven en una burbuja, sin enterarse nunca de que solo a unos cuantos kilómetros de sus casas hay niños que no van al colegio para ayudarle a sus padres con la manutención, que hay personas que comen solo agua de panela con arepas a diario porque no les alcanza el dinero, que hay familias que viven en casas hechas de lata, vulnerables a que cualquier ventarrón les tumbe el techo que tienen sobre sus cabezas.
Hay personas que pasan una vida entera sin visitar ni siquiera el centro de Bogotá: en mi experiencia como docente había padres que no mandaban a sus hijos a presentaciones de danza en el centro porque qué peligro que los niños visiten ese lugar “lleno de indigentes” o porque el teatro donde iban a presentarse era de “muy baja categoría” para sus hijos. En esta burbuja de las clases dirigentes las personas crecen sin nunca subirse a un bus: si mucho, a un taxi. Nunca visitan un hostal de poca monta ni se bajan de Cartagena para pasar unas lujosas vacaciones. En los colegios privados es muy importante que los niños salgan bilingües o políglotas, pero poco importa si nunca conocen más a fondo la historia del país, las vicisitudes del conflicto armado y las consecuencias de la violencia; pero, eso sí: lo más importante es que todos se vayan lejos para cumplir el sueño arribista de los padres de sacarlos del país, porque aquí ni de fundas, aquí no van a lograr nada bueno.
Cuando las personas crecen de esta forma, habitan en tales ambientes y son educadas para menospreciar otras realidades, obtenemos como resultado presidentes que, para solucionar problemas tan graves como las masacres recurrentes en diversas regiones del país, proponen poner estadios y canchas de fútbol para que la gente se entretenga. Si a alguien lo desvirtúan con tal crianza y estilo de vida, la empatía se corroe y se vuelve trizas: ¿cómo alguien que ha crecido ignorando o menospreciando otras realidades puede ocupar importantes cargos en la política? A pesar de su cinismo, no podemos echarle toda la culpa a esta clase dirigente. Como dice el famoso cómico estadounidense George Carlin, los políticos no son más que la manifestación o la síntesis de la sociedad que los elige. Duque y todo su séquito no pueden ser sino hijos de una sociedad como la nuestra, donde el arribismo prima sobre cualquier otro valor o cualidad humana.
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